—¿Y aceptaste?
Un pinchazo me atravesó el pecho; aquello me parecía inconcebible.
David frunció el ceño, buscando cómo responderme.
—Jazmín, como hermana mayor, tú también deseas que se cure, ¿verdad? El tarotista aseguró que, en cuanto se case, su salud mejorará enseguida. Además, sería solo un trámite; no afectará lo nuestro. Seguirás siendo la mamá de Betty, mi esposa. Jamás podría traicionarte.
Yo todavía no respondía cuando mi hija me tomó la mano y, alzando su carita, suplicó:
—Mami, la madrina Emma está triste… siempre llora a escondidas. ¿Dejas que papá la ayude, por favor?
Me quedé helada. Años atrás, entre mis protestas inútiles, insistieron en que Emma fuera la «madrina» de nuestra hija. Hoy ese título los unía más a ella que a mí.
Contemplé a ese dúo «padre e hija», con las lágrimas ardiéndome en los ojos, pero me obligué a contenerlas.
Él era el hombre al que amé durante años, y ella, la niña por la que arriesgué mi vida. Pero en su mundo, Emma es su familia. Yo solo soy la madre «demasiado dramática».
Miré a David con expresión serena.
—Está bien, mientras ustedes sean felices.
Sorprendido y encantado, David sacó enseguida los papeles de divorcio que ya tenía preparados.
—Firma aquí.
Mi hija, aplicada, corrió a buscar un bolígrafo y me lo puso en la mano.
—Mami, tu pluma.
El corazón se me cayó al suelo: ahora veía cuánta prisa tenían. Firmé sin dudar y les devolví el contrato.
—En cuanto Emma se recupere, me casaré de nuevo contigo. No te preocupes: tú eres la mujer que amo, y Betty será siempre tu hija —aseguró David mientras estampaba su firma a toda velocidad.
Sentía el pecho oprimido, pero forcé una sonrisa, pensando que no viviré para ver ese día.
—Jazmín, ahora eres mucho más comprensiva. Yo tampoco lo hice bien; te compensaré.
—Mamá, tratas tan bien a la madrina que me siento orgullosa de tenerte —añadió la pequeña.
Aquello me resultó cruelmente irónico.
Antes aún albergaba un último hilo de esperanza en ellos, pero ahora solo quedaban cenizas.
Di media vuelta para subir, pero al primer escalón todo se oscureció, me faltó el aire y me desplomé.
Me despertó un chorro de agua fría; David y la niña me observaban.
—Mami, ¿por qué sigues fingiendo desmayos? ¡Ni siquiera estás enferma! Siempre haces como que te desmayas para engañarnos; tenemos que llevarle postres a la madrina. ¡Levántate, no nos hagas perder el tiempo!
—Jazmín, ya te lo dije: el divorcio es solo un papeleo. No necesitas fingir enfermedades para ponerme a prueba; no voy a cambiar.
Al verme inconsciente, su primera reacción no fue llamar a un médico, sino pensar que todo era una jugarreta mía.
—Mami, te ves sanísima, ni pareces enferma. Eres adulta y actúas peor que yo.
Las palabras de mi hija me atravesaron el pecho.
Parece que el medicamento del doctor funciona; en efecto, para ellos no luzco enferma.
Pero… dentro de tres días estaré muerta.
—Está bien, ya me siento mejor. Iré con ustedes; aún faltan unos documentos que Emma debe firmar.
David quiso negarse, pero, al oír que quedaban papeleos pendientes, terminó asintiendo.
En el hospital, Emma reposaba recostada, con el rostro lívido.
A decir verdad, ella sí parecía un caso sin remedio.
—¡Hermana, llegaste!
Emma me saludó con un entusiasmo casi afectuoso.
—Gracias por confiar en mí. Cuando me cure, voy a trabajar duro y llevar las joyas de la empresa a todo el mundo.
—Exacto, Jazmín —intervino mamá—. A ti, que te encanta viajar, con Emma al mando, podrás recorrer el mundo y seguir cobrando dividendos. ¡Qué delicia! —dijo mamá con júbilo genuino.
—Sí, suena maravilloso —asentí, devolviéndole la sonrisa—. Por eso he decidido traspasarle a Emma todo el dinero de mis cuentas y las propiedades que tengo a mi nombre. Así no tendré que ocuparme de nada.
Todos se quedaron petrificados.