—Hermana, ¿hablas en serio? ¿Incluyes las acciones que ya cotizan en bolsa? —preguntó Emma, incrédula.
Nunca entendí por qué Emma deseaba todo lo que yo tenía con tanta avidez.
Cuando me negaba a algo, me llamaba egoísta, decía que abusaba de mi fuerza y que no era una verdadera hermana.
Pero ahora que le entrego todo mi patrimonio, ¿resulta que no lo entienden?
—¡Jazmín, por fin maduraste! ¡Así se comporta una hermana mayor! —me elogió papá, siendo el primero en reaccionar—. Eso es lo que queremos, que entre hermanas no haya divisiones. Ahora sí podremos jubilarnos tranquilos.
Me parecía grotesco. ¿De verdad Emma maquinó todo esto solo para aliviarme la carga y dejarme disfrutar la vida?
Con su carita de víctima y su falsa bondad ha engañado a todos.
De pronto sentí una opresión en el pecho; tosí dos veces y un sabor metálico inundó mi boca.
—¡Pero si estás tosiendo sangre! ¿Tendrás la garganta inflamada?
Mamá vio las manchas en mi pañuelo y me palmeó la espalda.
—Papá, mamá, si yo muriera… ¿les dolería? —pregunté en voz baja, limpiándome la comisura de mis labios.
El ambiente se congeló.
—¿Quién se maldice de esa forma? Acabas de aprender a comportarte y ya vuelves con tus disparates —dijo mamá, dándome un toque en el brazo.
—Te ves estupenda, seguro es solo una infección de garganta. Toma un antibiótico y ya, no hagas un drama —dijo papá con fastidio.
—Sí, mamá, mira el rostro de la madrina: ella sí necesita cuidarse. Deja de ponerte nerviosa —repuso mi hija, hablando como si fuera una adulta, con tono de reproche.
—Exacto, Jazmín, deja de fingir ser la víctima. Te lo he dicho mil veces: debes ser ejemplo para la niña; ¿cómo se te ocurre mentir cada dos por tres? —inquirió David, sumándose al coro.
Con los ojos enrojecidos, sonreí antes de abrir la boca:
—Betty, ¿tanto quieres a Emma? A partir de hoy serás su hija; que ella sea tu mamá.
Los ojos de Betty se iluminaron.
—¡Entonces la mamá Emma podrá llevarme al parque y acompañarme a las clases de refuerzo!
Feliz, Betty se lanzó al cuello de Emma, le plantó un beso en la mejilla y empezó a llamarla «mamá» a los gritos.
Hacía mucho que mi hija no reía así, y hoy lo hacía porque yo le cedía a Emma mi lugar de madre.
Betty no paraba de dar saltitos mientras repetía «mamá» frente a Emma; David le acariciaba el cabello con ternura, mientras mis padres, satisfechos, los contemplaban abrazados.
Parecían una familia perfecta, como si la única pieza sobrante fuera yo.
Me di vuelta, limpié mis lágrimas y salí sin hacer ruido.
Solo me queda un día de vida.
No sé adónde ir.
Encendí el celular. La pantalla aún mostraba nuestra foto en el parque de diversiones: los tres tomados de la mano, sonriendo bajo un sol radiante, como si la felicidad hubiera sido real.
Conduje hasta aquel parque, el mismo del retrato.
El carrusel seguía girando, igual que siempre, como si nada hubiera cambiado.
Compré un boleto y subí al caballo que conocía de memoria.
El viento me rozó; cerré los ojos y creí oír la risa de mi hija y la voz de David advirtiéndome:
—Con cuidado.
Pero esta vez no había nadie conmigo.
Sentada a solas, un mareo me sacudió; pensé que la muerte estaba al caer.
Abrí los ojos con esfuerzo, viendo cómo todo se desdibujaba a mi alrededor.
Temblando, saqué el teléfono y, con el último hilo de fuerza, marqué un número que llevaba años sin llamar.
Tuuu… tuuu…
No resistí más; el móvil se me resbaló y todo quedó en tinieblas.