Mundo ficciónIniciar sesiónMi marido padecía cáncer de hígado en etapa terminal. Temiendo ser una carga pesada para mí, se arrojó desesperado al río. Aunque no sabía nadar, me lancé al agua sin dudar para salvarlo. Mientras le tendía mi mano, intenté darle fuerzas para vivir, contándole que había ganado la lotería. Él fingió luchar por su vida, pero en cambio, me hundió bajo el agua hasta ahogarme. Apenas después de mi muerte, usó el dinero que yo había ganado, y se mudó con su amor del pasado a vivir en otro país. Todo había sido su plan maestro. Él fingió su enfermedad e intento de suicidio para librarse de mí y para estar con su antiguo amor. Cuando abrí los ojos de nuevo, regresé al día en que saltó al río. "¿Tanto deseas morir? ¡Pues no te preocupes, esta vez te ayudaré!", juré para mis adentros.
Leer másAllí estaba, una vez más, en la clínica, donde cinco meses atrás había ido a realizarse una inseminación artificial junto a Antonio, su difunto esposo.
Jamás imaginó que la llamaran con tanta urgencia, tantos meses después, cuando acudía allí prácticamente todas las semanas para realizarse los chequeos correspondientes.
La última ecografía y los últimos análisis habían dado perfectos, entonces, ¿por qué la llamaban con tanta urgencia?
Cuando llegó a la recepción se encontró con la médica que había conocido el primer día y con el médico que la atendía todas las semanas, reunidos y con rostro de preocupación.
Una vez se acercó a ellos, se aclaró la garganta para hacerse notar y preguntó:
—¿Qué sucede? ¿Está todo bien?
Los rostros de los tres que se encontraban reunidos no auguraban nada bueno.
—Esperemos un momento más —dijo la doctora—. El señor Messina ya debe estar por llegar.
¿Messina?
Le sonaba ese apellido y pronunciado por la voz de aquella mujer.
De pronto tuvo un flashback.
Aquel era el hombre en el que se había fijado mientras esperaba que la atendieran, junto a Antonio.
O, al menos, eso era lo que creía recordar.
Sin embargo, sus dudas se vieron disipadas cuando el hombre que entró a la recepción era el mismo que ella recordaba.
—¿Qué sucede? —preguntó con el ceño fruncido—. Ya me dijeron que soy infértil, ¿para qué me citaron?
Sus ojos azules como el agua eran los mismos que ella recordaba, aquella era una imagen difícil de olvidar.
Se sentía mal por haberse fijado en aquel hombre alto, guapo y de mirada penetrante mientras estaba con Antonio, pero no había podido evitarlo.
—Bien, ahora que estamos todos reunidos… —comenzó a decir el médico que atendía semanalmente a Gianina.
—¿Todos? —preguntó la muchacha con el ceño fruncido.
—Sí, todos. —Asintió el médico—. Podemos pasar a mi despacho para hablar con tranquilidad.
—Pero ¿de qué quieren hablar? No entiendo. Estoy perdiendo tiempo de trabajo por esto. No quiero ninguna jugarreta, porque se las verán con mis abogados —amenazó el tal Messina.
—Adriano —dijo la doctora—, tranquilo, todo tiene un motivo y una explicación —agregó y miró alternadamente a cada uno.
—Mejor pasemos a la consulta y les explicaremos todo. También estará el director de la clínica y labraremos un acta para que quede constancia de la reunión —explicó el médico.
Gianina y Adriano intercambiaron una mirada de desconcierto.
Gianina fue la primera en dar un paso al frente.
Al ver que la muchacha se adelantaba, Adriano hizo lo mismo y juntos entraron en la consulta, donde, en efecto, se encontraba el director de la clínica de inseminación artificial.
Una vez todos tomaron asiento, el director de la clínica se puso de pie, hizo una ligera reverencia y volvió a sentarse, antes de decir:
—Señor Messina y Señora Costa, para mí es un honor que estén aquí, pero, al mismo tiempo, una vergüenza.
Adriano y Gianina fruncieron el ceño a la par.
—¿Puede ir directamente al grano? —pidió Adriano.
—Verán, los encargados de las inseminaciones cometieron un error a la hora de realizar la fertilización in vitro.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Gianina.
—Que el señor Messina no es infértil, los espermatozoides infértiles eran los de su esposo, el señor Antonio Rossi.
—Pero, entonces, ¿cómo es que estoy embarazada de cuatrillizos? —Gianina abrió los ojos de par en par.
—Por el mismo error —respondió el médico.
—Sus óvulos fueron fecundados con los espermatozoides del señor Adriano Messina.
—¡¿Qué?! —preguntó Gianina a voz de grito, levantándose de un salto de su asiento—. No, esto debe ser una broma de mal gusto. No puede ser que los hijos que espero sean de este señor.
—Pues lamentamos decirle que sí, en efecto, así es. El padre de sus hijos no es Antonio Rossi, sino Adriano Messina.
—¿Por eso usted salió con mala cara el día en que nos encontramos aquí? —preguntó Gianina.
—¿Me vio? —inquirió Adriano.
La muchacha asintió.
—Pues sí, pensé que no podría ser padre a pesar de mi corta edad, pero ahora me encuentro con que no solo puedo serlo, sino que seré padre de cuatro niños. —Sonrió—. El tal Antonio tenía buen gusto para elegir a su mujer. —La evaluó con la mirada.
—¿Puedes dejar de mirarme como si fuera una incubadora de última generación? ¿No ves en el problema que nos han metido estos infelices? —inquirió a voz de grito—. Juro que los demandaré. Esta clínica se irá a la quiebra y todos ustedes —dijo señalándolos uno a uno—, perderán sus puestos y sus matrículas.
—Creo que no es para tanto —intentó tranquilizarla Adriano.
—¿Que no? —Alzó las cejas.
Adriano negó con la cabeza.
—¿Te parece poco que resulte que ahora estoy embarazada de un maldito desconocido?
—Oye, tranquila con los insultos.
—Pero si es que no te he visto más que dos veces, contando con esto, y ahora resulta que tú eres el padre de mis hijos…
—Sí, y también resulta que te irás a vivir conmigo.
—¿¿¿QUÉ???
Gianina estaba fuera de sí, no podía entender qué demonios estaba sucediendo.
Se pellizcó el antebrazo e hizo una mueca de dolor.
No, en efecto, aquello no era un sueño, pero lo parecía, parecía la peor de sus pesadillas.
Lucina fue despedida del hospital por su participación en la farsa de la muerte de Sergio. El caso ya estaba registrado oficialmente, la investigación estaba casi concluida y se ha agendado el juicio. Aunque ya había recibido su merecido castigo, para mí esto no era suficiente.Accedí al teléfono de Sergio y recuperé sus conversaciones y registros de transacciones con Lucina. Me revolvió el estómago leer esos mensajes empalagosos y ver las fotos y vídeos inapropiados. Jamás me hubiera imaginado que, durante todos estos años, en cada fiesta o día especial, Sergio le mandaba dinero a Lucina, la colmaba de regalos, y le enviaba comida a domicilio o flores de manera regular.Durante años, Sergio siempre pretendía ser un marido atento y confiable. Nunca pensé que también era un “maestro de multitarea”. Cuando me acompañaba a la manicura, se excusaba para "ir a comprar un cigarrillo", cuando en realidad se escapaba a un motel con Lucina un par de horas.¡Estos dos eran repulsivos! Un par de
De repente, alguien entre la multitud gritó:—¡Antes de llamar a la policía, llevémonos algo como compensación! ¡Vengan, acá por ello!Yo me quedé a un costado de la puerta, observando cómo la gente saqueaba la casa con frialdad. Sergio tal vez ya se había gastado buena parte del préstamo en amoblarla Porque había electrodomésticos nuevos por todas partes, muebles recién comprados, y varios aparatos que jamás había visto antes. Bueno, ahora todo eso tenía nuevos dueños.Mis suegros intentaron pelearse con la gente, pero todo era en vano. No eran rivales para ellos. Mientras los vecinos se acercaban a curiosear. Yo me hice a un lado, en principio, suspirando con aire dramático:—¡Ay, mis suegros! Por un instante sentí pena por ellos. Pero, solo por un instante. No solo encubrieron los cuernos que me puso Sergio, sino que planearon juntos fingir su muerte y fugarse tranquilos del país. Pensaba que yo era la única víctima, pero no sabía que también estaban metidos en la estafa.Comencé a
Esos hombres con cara de matones habían aporreado la puerta con tanta fuerza que despertaron a todo el vecindario, y parecían dispuestos a lastimarme si no les pagaba.Sin embargo, con los vecinos de testigos, me sentía más tranquila. Respiré hondo y les pregunté con calma: —¿Bajo qué condiciones le prestaron esa cantidad de plata a Sergio?Uno de ellos, mientras miraba mi casa con descaro, respondió:—Usó esta propiedad como garantía.Su respuesta me tranquilizó aún más.—Si creen que tengo la obligación de pagar la deuda, adelante, denúncienme —les dije con calma.Hice una pausa y añadí: —Pero les advierto: si me pasa algo, ustedes serán los primeros sospechosos.No me asustaba enfrentar esto por la vía legal, lo que me preocupaba era que intentaran hacer algo sucio.Esta propiedad estaba únicamente a mi nombre, Sergio no pintaba nada aquí.Además, la cuenta donde se desembolsó el préstamo estaba solo a nombre de Sergio, yo no tenía nada que ver con eso.Para finalizar el asunto cu
Bajo la mirada de todos, fingí una sorpresa total y le pregunté:—Bruna, ¿es verdad lo que estás diciendo? ¿La doctora Castro y Sergio eran amantes? ¿Me fue infiel?Mi suegra, se dio cuenta que había metido la pata, se mordió los labios frustrada. Luego contestó de mala gana:—Sergio ya está muerto, ¿qué sentido tiene hablar de esto ahora?"¿Esta vieja cree que puede zafarse tan tranquila este asunto con una simple frase? ¡De ninguna manera!", pensé. Hice como si acabara de caer en la cuenta que fui engañada y empecé a lamentarme indignada:—O sea que Sergio nunca tuvo cáncer... ¿Fingió su muerte para fugarse con la doctora Castro? Por eso lo del episodio del río y después lo del cáncer terminal... Si me hubiera dicho la verdad sobre su infidelidad, yo no me habría negado al divorcio, no hacía falta llegar en realidad a estos extremos.En ese momento, cuando todas las cámaras me enfocaron, solté otra impactante bomba:—Con razón hizo un testamento tan peculiar, ¡nombrándome única hered
Lamentablemente, llegaron tarde. Sergio ardía en llamas, e incluso alzando sus brazos al cielo entre el fuego.Bruna, al ver la dantesca escena, soltó un grito desgarrador y se desmayó en el acto. Entre el caos, Mateo y Lucina corrieron a sostenerla. Ella le masajeaba el pecho y le buscaba el pulso, desesperada por reanimarla. Cuando volvió en sí, rompió a llorar y me señaló entre fuertes gritos:—¡Asesina! ¡Tú mataste a mi hijo!Al escuchar los gritos, las personas alrededor empezaron a aglomerarse. Algunos incluso sacaron sus teléfonos para grabar videos y hacer transmisión en directo.Con una expresión inocente, le respondí temerosa: —¡Por favor, Bruna! Entiendo tu dolor, pero no puedes inventarte mentiras. Sergio falleció por complicaciones de su cáncer terminal de hígado, y la doctora Lucina Castro era su médica. Es una eminencia del Hospital Santa Teresa y ella misma firmó el certificado de defunción. ¿O me equivoco?Sabiendo que me estaban grabando, mencioné a propósito el nom
Cuando Lucina regresó y vio la escena, se quedó boquiabierta. Sin darle tiempo a reaccionar, le dije con rapidez:—Doctora, mis suegros no se encuentran bien, ¿puede llevarlos a que los revisen? Entre tanto, yo me ocuparé de llevar a mi esposo al crematorio.Antes de eso, ya le había arrebatado el certificado de defunción de Sergio de las manos de Bruna. Con eso, podía quemar a ese desgraciado mil veces si quería.Lucina palideció y balbuceó al instante:—Yo conozco mejor los procedimientos del crematorio, puedo...Antes de que terminara, la interrumpí en seco:—Doctora, los trámites en el crematorio solo los puede hacer un familiar directo. Tú no eres nadie para Sergio, ¿o acaso firmaste el certificado de defunción?Lucina se quedó muda ante mis preguntas, sin saber qué responder. Bajo mi mirada insistente, su nerviosismo se hizo evidente.“¿Qué derecho tiene una amante a firmar y hacer trámites? ¡Sinvergüenza!”, pensé con enfado.En ese momento llegó el personal del crematorio. Sin p










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