Salí corriendo del consultorio con el corazón a punto de estallar. No podía respirar, no podía pensar. Las palabras del médico retumbaban en mi cabeza como una maldición:
**"Estás embarazada."**
Mis piernas me fallaban. La vista se me nubló por las lágrimas. **No, no podía ser. No ahora. No así.** Me apoyé contra una pared fría del pasillo, encorvada, como si todo el peso del mundo me aplastara.
—¡Ana! —la voz de Mathias me alcanzó antes que sus pasos—. ¡Ana, espera!
Me tomó del brazo con suavidad, pero con firmeza. Me obligó a voltear. Vi en sus ojos algo que no esperaba: **seriedad absoluta**.
—Vamos a hablar claro —me dijo con voz tensa—. *Digamos que es mío.* ¿Está bien? Ana, yo me haré cargo de ti y del bebé. De todo. De lo que sea. Tu dignidad no puede irse por el suelo. *Tú no puedes irte por el suelo*. No después de todo lo que has vivido.
Lo miré como si hablara otro idioma. Mi boca se abrió, pero no pude hablar. Solo lloré. Como una niña perdida. Como una mujer rota.
—No pue