Estaba sentada en el sofá de mi sala, abrazando una cobija como si eso pudiera contener todo lo que sentía. Desde que Fabián se fue, no había podido dejar de pensar en lo que le dije. En lo que me dijo. En lo que significaba esa pelea. En si de verdad lo nuestro podía sostenerse con tanto dolor acumulado.

El silencio de la casa era asfixiante.

Entonces sonó mi celular. Un número desconocido.

Contesté sin pensar, con la voz apagada.

—¿Hola?

Un silencio breve y después una risa, fría, conocida.

—Qué ingenua eres, de verdad… Pensé que ya te habías rendido —dijo Verónica, como un cuchillo que se clava lento.

No dije nada. Sentí cómo se me tensaba la garganta.

—¿Sigues ahí? Perfecto. Porque quiero que escuches bien: quítate del medio, Ana. Fabián y yo tenemos historia, lo nuestro no es un capricho como tú. Tú solo eres otra niñita más de su lista.

—¿Qué carajos quieres? —le solté, sintiendo cómo me hervía la sangre.

—Decirte la verdad. No puedo permitir que sigas creyendo que tienes una op