Desperté con la tenue luz del amanecer colándose por las cortinas. Me dolía un poco el cuerpo, pero no de forma incómoda… Era ese tipo de dolor que solo deja una noche intensa, salvaje, inolvidable. Pronto, mis ojos se enfocaron y lo vi ahí: Fabián, de pie junto al clóset, empacando mi maleta con una delicadeza que jamás habría imaginado en él. Al lado estaba la suya, perfectamente lista.
Me miró. Y por primera vez en mucho tiempo, no vi en sus ojos esa sombra de rabia, ni el hielo, ni la prepotencia. Solo tranquilidad. Serenidad. Paz.
—Vamos, pequeña… ya es hora de irnos. Báñate y arréglate —dijo con una sonrisa cálida, casi como si no llevara semanas siendo un completo cabrón.
Asentí, sin decir palabra. ¿Dónde estaba el Fabián ególatra y cruel? ¿Qué era esto? ¿Una nueva actuación o… era real? Mi pecho se agitó. Dios, cómo extrañaba a este Fabián. Al que una vez me hizo soñar. Al que me hacía sentir especial.
Me incorporé rápido, entré a la ducha y dejé que el agua caliente me desper