Ya era tarde. Rosita se había ido a su habitación, y yo estaba en la sala, leyendo un informe. El té aún humeaba sobre la mesa, y por primera vez en semanas, sentía algo parecido a la tranquilidad. No paz… pero sí una tregua.
Hasta que escuché los golpes en la puerta.
No toques así si vienes en paz.
Me levanté, el corazón latiéndome con fuerza. Ya sabía quién era antes de abrir.
Fabián.
Sus ojos estaban inyectados. Tenía la quijada apretada y el cuerpo tenso como si hubiera conducido toda la ciudad solo para venir a romper algo. O a romperme.
—¿Estás loca o qué? ¿Quién te crees para hablarme así por mensaje? —me soltó apenas me vio—. ¿Te burlas de mí?
—No me estoy burlando —dije en voz baja pero firme—. Solo te estoy diciendo que ya no puedes llegar a mi vida como si fuera tuya.
Entró sin pedir permiso. Cerró la puerta tras de sí con un golpe seco.
—¿Y ahora qué es esto? ¿El discurso de la mujer empoderada? —dijo con burla—. ¿Cuánto te va a durar esta cuento de mierda?
—No es un cuent