Capítulo 42

Ya era tarde. Rosita se había ido a su habitación, y yo estaba en la sala, leyendo un informe. El té aún humeaba sobre la mesa, y por primera vez en semanas, sentía algo parecido a la tranquilidad. No paz… pero sí una tregua.

Hasta que escuché los golpes en la puerta.

No toques así si vienes en paz.

Me levanté, el corazón latiéndome con fuerza. Ya sabía quién era antes de abrir.

Fabián.

Sus ojos estaban inyectados. Tenía la quijada apretada y el cuerpo tenso como si hubiera conducido toda la ciudad solo para venir a romper algo. O a romperme.

—¿Estás loca o qué? ¿Quién te crees para hablarme así por mensaje? —me soltó apenas me vio—. ¿Te burlas de mí?

—No me estoy burlando —dije en voz baja pero firme—. Solo te estoy diciendo que ya no puedes llegar a mi vida como si fuera tuya.

Entró sin pedir permiso. Cerró la puerta tras de sí con un golpe seco.

—¿Y ahora qué es esto? ¿El discurso de la mujer empoderada? —dijo con burla—. ¿Cuánto te va a durar esta cuento de m****a?

—No es un cuento, Fabián. Es mi decisión. No quiero más esto —contesté, dando un paso atrás.

Él me miró con una mezcla de risa y rabia. Se acercó. Lo sentí demasiado cerca. Otra vez ese perfume, ese calor, ese imán tóxico.

—Mentirosa —susurró con los dientes apretados—. No quieres esto, pero me miras con los mismos ojos de siempre. Los que me suplican que te toque. ¿Tú sabes cómo me miras cuando crees que no me doy cuenta?

—Fabián… —traté de mantener la compostura, aunque era difícil sólo sentirlo cerca me hacía perder.

—No hables. —Me tomó del brazo. Me jaló hacia él. Puso una mano en mi cintura. Su otra mano rozó mi cuello. Su boca bajó hacia la mía.

Su forma de intentar poseerme. La misma de siempre. La que tantas veces me hacía caer, pero de golpe recordé el olor de anoche, la pelea, sus palabras despectivas.

Esta vez no.

Esta vez lo empujé. Con fuerza.

—¡Te dije que no! —grité.

Él se quedó congelado. Por un segundo, no supo qué hacer.

—¿Qué dijiste?

—¡Que no! —repetí, con rabia, con dolor, con todo el cansancio del alma—. No voy a acostarme contigo. No quiero tu cuerpo, ni tu odio, ni tus juegos. ¡Estoy harta!

Vi cómo se le rompía algo en la mirada. Tal vez el ego. Tal vez la certeza de que siempre podía tenerme cuando le diera la gana.

—No te creo —dijo en voz baja, como si estuviera masticando vidrio.

—No me importa si me crees o no. Pero esta vez, Fabián… no. No más.

Él me miró largo rato, con los ojos oscuros, vacíos. Y luego, como si no pudiera soportar la escena, como si mi negativa le doliera más que cualquier golpe, dio media vuelta y salió.

Y esta vez fui yo quien cerró la puerta con fuerza.

Me quedé en silencio. El corazón latiéndome en los oídos. Temblando. Pero viva.

Había dicho que no.

Y eso, aunque doliera, también se sentía como el principio de mi libertad.

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