El camino a casa se hizo más ligero de lo que pensaba, o quizás solo quería escapar de todo tan rápido que ni siquiera fui consciente del trayecto. Al llegar, subí corriendo a mi habitación. No quería comer, no quería hablar, no quería existir. Solo quería ahogarme en la maldita culpa... en la absurda adicción a Fabián, esa que no me dejaba dejarlo.
Me lancé sobre la cama sin siquiera cambiarme de ropa. Cerré los ojos con fuerza, como si eso bastara para apagar los pensamientos, para callar su voz, para olvidar que minutos antes lo vi con Verónica, camino a la mansión. Entonces sonó el celular. Era él. Fabián. ¿Qué se suponía que quería ahora? ¿Por qué me llamaba si estaba con ella? ¿Era un juego? ¿Una forma de demostrarme que siempre tendría el control? No contesté. Solo metí el celular debajo de la almohada como si esconderlo pudiera evitar que todo doliera. Pero no fue suficiente. Golpes. Golpes en la puerta. Fuertes. Repetitivos. Ensordecedores. Me incorporé de un salto, bajé las escaleras, y antes de abrir pregunté, temblando: —¿Quién es? —¡Abre la maldita puerta, Ana! ¿Con quién estás? ¿Por qué desvías mis putas llamadas? —gritó con rabia al otro lado. Era Fabián. No sé cómo, ni por qué, pero abrí la puerta. Quizás fue la costumbre, o el miedo, o esa parte enferma de mí que aún lo quería cerca. Entró como una tormenta, sujetándome de la mandíbula. —¿Con quién m****a estás? —escupió, con los ojos encendidos de celos. —¡Con nadie! —grité—. En cambio tú, ibas camino a la mansión con Verónica. ¿Qué haces aquí? —pregunté con rabia y asco. Él rió, una risa seca, cargada de furia. —¿Así que me estás espiando? ¿Querías que me fuera con Verónica? ¿Para qué, ah? ¿Para meter a otro aquí apenas me diera la vuelta? —¡No más, Fabián! —exclamé al borde del colapso—. Busca, revuelve la maldita casa si quieres, no vas a encontrar a nadie. ¡Entiéndelo de una maldita vez: no hay nadie más! Fabián me miró en silencio, y entonces soltó: —Nos vamos a la mansión. Intentó jalarme de la muñeca, pero me zafé con fuerza. —¡Ni loca, Fabián! ¡Allá no voy! Ese es tu lugar para meter a todas. ¡Ya te lo dije, no voy a seguir siendo tu maldito juguete! Él se quedó quieto, como si mis palabras no le importaran en absoluto. —Está bien. Nos quedaremos aquí —dijo con frialdad, y se dejó caer en el sofá como si todo fuera normal—. ¿Ya cenaste? —No —susurré, aún temblando. —Voy a pedir algo —respondió como si nada, ignorándome por completo. Me quedé viéndolo, incrédula. ¿Cómo podía estar tan tranquilo? ¿Por qué no se iba? ¿Por qué seguía aquí si supuestamente no podía perdonarme? Si creía que lo había traicionado... ¿qué demonios hacía conmigo? ¿Por qué no me dejaba ir? —Manda a mi chofer por algo de ropa… y por algo de comer —ordenó con la naturalidad de quien comparte hogar con su pareja. Ya no lo entendía. —¿Para qué te vas a quedar, Fabián? —le solté, sin pensar. Él alzó la mirada y me observó como si acabara de hacer la pregunta más absurda del mundo. Se levantó, caminó hacia mí con calma, pero sus ojos ardían. Me tomó por la cintura y me atrajo contra su pecho con violencia contenida. —Para hacerte mía hasta que de una puta vez entiendas que no puede haber nadie más —susurró con tono áspero, apretándome fuerte, como si con su cuerpo pudiera borrar todas mis dudas. Sus labios buscaron los míos, desesperados, como si quisiera devorarme. Me resistí unos segundos, lo juro. Pero ya era tarde. Su lengua invadía mi boca y sus manos ya viajaban bajo mi ropa, como si supieran el camino de memoria. —Fabián... —susurré entre besos—. Esto no va a arreglar nada. —Tal vez no —dijo bajando sus labios a mi cuello—, pero necesito que recuerdes que solo yo puedo tocarte así… que tu cuerpo es mío. —¿Y tú? ¿Tú a quién le perteneces, Fabián? —le dije con la voz rota, aún mientras me dejaba caer con él sobre el sofá. —Eso nunca estuvo en duda —murmuró contra mi piel, mientras sus manos ya deslizaban mi blusa por encima de mi cabeza. Era fuego, rabia, deseo. Pero también dolor. Mucho dolor. Me dejé llevar. Me perdí en él. Una vez más. Como tantas otras. Como si no aprendiera. Como si doler fuera parte del amor. Y aún así, en medio de ese caos, supe que no iba a poder dejarlo tan fácil. Y él, tampoco a mí.