El camino a casa se hizo más ligero de lo que pensaba, o quizás solo quería escapar de todo tan rápido que ni siquiera fui consciente del trayecto. Al llegar, subí corriendo a mi habitación. No quería comer, no quería hablar, no quería existir. Solo quería ahogarme en la maldita culpa... en la absurda adicción a Fabián, esa que no me dejaba dejarlo.
Me lancé sobre la cama sin siquiera cambiarme de ropa. Cerré los ojos con fuerza, como si eso bastara para apagar los pensamientos, para callar su voz, para olvidar que minutos antes lo vi con Verónica, camino a la mansión.
Entonces sonó el celular. Era él.
Fabián.
¿Qué se suponía que quería ahora? ¿Por qué me llamaba si estaba con ella? ¿Era un juego? ¿Una forma de demostrarme que siempre tendría el control?
No contesté. Solo metí el celular debajo de la almohada como si esconderlo pudiera evitar que todo doliera.
Pero no fue suficiente.
Golpes. Golpes en la puerta. Fuertes. Repetitivos. Ensordecedores.
Me incorporé de un salto, bajé las