Capítulo 33

Miré a Fabián con toda la rabia contenida y, sin decir una palabra más, salí de su oficina con el corazón vuelto nada. Sentía un nudo en el pecho, como si cada paso lejos de él me desgarrara por dentro… pero también me sostenía el orgullo. Me senté en mi escritorio y traté de concentrarme, obligándome a seguir con mis labores como si nada pasara.

La mañana transcurrió en medio de informes, correos atrasados y un silencio que por momentos me calmaba y por otros me desesperaba. Fabián no apareció más. Ni una mirada. Ni una palabra. Era como si yo no existiera.

Verónica regresó después del almuerzo, con su andar de reina y esa sonrisa de plástico que me enfermaba. No los vi salir hasta que la oficina comenzó a vaciarse. Me apresuré a guardar mis cosas. No quería encontrármelos en el pasillo, ni mucho menos tener que cruzar miradas.

Aceleré el paso hacia el ascensor, pero justo cuando doblé la esquina escuché esa voz fingidamente dulce, repulsiva:

—Vamos, Fabián, llévame contigo a la mansión. Prometo que te haré olvidar todo el estrés del día —decía Verónica, con ese tono seductor que me hizo apretar los dientes.

No quería escuchar más. Me detuve en seco, calculando… El ascensor tardaría, y ellos seguramente llegarían a mi lado en segundos. No podía compartir ese espacio con ellos. No podía.

Me giré bruscamente y me dirigí hacia las escaleras. Y entonces, como si el universo disfrutara humillarme, escuché detrás de mí:

—¿Ana? ¿Por qué bajas tantos pisos por las escaleras? —preguntó Verónica con su maldita voz de azúcar envenenado.

—Ejercicio —respondí con una sonrisa falsa, tan hipócrita como la suya, sin detenerme ni un segundo más. Me adentré en las escaleras con el corazón latiéndome con fuerza.

Bajé sin parar, como si al dejar atrás cada piso también me alejara del dolor. Al llegar al primer nivel, crucé la recepción sin saludar a nadie y salí directamente a la calle. El aire fresco me golpeó la cara y me hizo sentir un poco más viva.

Caminé hasta la parada del bus con el deseo desesperado de llegar a mi casa, de esconderme, de desaparecer. Me senté en la banca de metal oxidado, con la vista puesta en el tráfico.

Y ahí estaban.

El carro negro de Fabián pasó frente a mí, con él al volante y Verónica en el asiento del copiloto. Iban riendo. Cómplices. Casi radiantes. Ella lo miraba como si fuera su trofeo. Él... simplemente conducía, imperturbable.

Me tragué las lágrimas. Seguramente la llevaría a la mansión. Seguramente haría con ella lo que tantas veces hizo conmigo. Qué asco me doy. Pensé en todo lo que permití. En cómo me dejé rebajar. “Allá seguro las mete a todas”, me dije con rabia, con esa mezcla amarga de celos, dolor y humillación.

El bus llegó. Me subí sin mirar atrás, sin querer pensar más. Solo necesitaba llegar a casa… y tal vez ahí, en el silencio de mi cuarto, permitirme romperme un poco más.

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