El silencio después de mi grito fue tan pesado que sentí que podía romperse con un suspiro. Fabián me miraba con los ojos fijos, oscuros, pero de pronto, por un instante, vi algo distinto en su mirada. Como un destello de duda. Como si algo quisiera abrirse paso en su memoria.
Su respiración se entrecortó, dio un paso hacia mí y sus labios temblaron.
—Ana… —susurró, casi sin darse cuenta.
Ese suspiro fue un arma de doble filo, porque me dio esperanza y al mismo tiempo me llenó de miedo. Pero en un segundo él se tensó de nuevo, se llevó las manos al rostro, negó con la cabeza con rabia y murmuró:
—No… no, mierda. Esto no puede estar pasando. ¡Ana, estás jugando con mi mente, maldita sea! Ya jugaste bastante conmigo. No te lo voy a volver a permitir.
Su voz tronó en la habitación, imponente, egocéntrica, tan fría como siempre. Mi pecho ardió, pero no dejé que me viera derrumbarme.
Tragué saliva y me volví hacia el médico.
—Gracias, doctor… —dije apenas en un hilo de voz. Tomé los expedi