El nuevo hospital era silencioso, demasiado silencioso. Apenas entré, sentí que las paredes blancas me rodeaban como si quisieran recordarme que debía empezar de nuevo, que aquí tenía que volver a aprender a respirar. Matías había sido impecable en todo: enfermeras asignadas solo para mí, un cuarto amplio, con vista hacia los árboles de la ciudad, como si quisiera darme la ilusión de que aún existía un mundo afuera de todo este caos.
Me acomodé en la cama despacio, con el cuerpo adolorido, pero sobre todo con el alma desgastada. Trataba de distraerme, de enganchar mi radar a cualquier cosa: el zumbido del aire acondicionado, las cortinas que se movían con la brisa, las manos de Matías que se cruzaban y descruzaban con nerviosismo en la silla junto a mí. Pero nada funcionaba. El vacío seguía ahí, atravesándome el pecho.
No pasó mucho antes de que el celular empezara a vibrar sin parar. Lo tomé con manos temblorosas y vi un torrente de comunicados, titulares, chismes, notificaciones. To