Sentí el frío mientras me cambiaban y me ponían la tela de la bata apenas me cubría, y las manos temblorosas de las enfermeras me acomodaban con rapidez. El corazón me latía tan fuerte que parecía querer salirse por la boca. Cerré los ojos un segundo, tratando de calmarme, pero de inmediato escuché al médico ordenar:
—Traigan el ecógrafo, ya.
El aparato se encendió y el silencio de la sala me perforaba los oídos. Me pusieron el gel helado en el vientre y la paleta comenzó a deslizarse de un lado a otro. Yo contenía la respiración, esperando escuchar ese sonido que había aprendido a reconocer: el latido de mi bebé.
Pero no se escuchaba nada.
Los médicos se miraron entre sí, serios, como si su silencio lo dijera todo. Yo tragué saliva y con la voz rota pregunté:
—¿Por qué no lo escucho? ¿Dónde está? ¿Por qué mi bebé no se escucha?
El doctor no me respondía, seguía presionando, buscando ángulos, como si el aparato se negara a dar una respuesta. Mi piel se heló, y sentí cómo las lágrimas