Me quedé toda la noche recostada, abrazada a la almohada, llorando en silencio hasta que mis ojos ardieron tanto que ya no pude más. El dolor en el abdomen iba y venía como una sombra que no me dejaba dormir. Cada punzada me arrancaba un suspiro ahogado, pero yo me repetía a mí misma que no podía mostrarme débil, que si caía, todo lo que estaba resistiendo se vendría abajo.
Matías estuvo conmigo buena parte de la madrugada, en silencio, sentándose en la silla como guardián. Apenas me hablaba, y cuando lo hacía, era para ofrecerme agua, para recordarme que tenía que descansar, para pedirme que pensara en el bebé. Pero yo apenas lo escuchaba. Mi mente estaba atrapada en el eco de las palabras de Fabián: *mi hijo, mi único hijo*.
Con el amanecer, Matías tuvo que salir por asuntos de la empresa. Me aseguró que volvería pronto, que no me dejaba sola, que tenía a alguien de confianza afuera de mi habitación, pero en el fondo, me sentí desprotegida. Me repetí que debía ser fuerte.
Alrededor