Fabián me haló con fuerza, casi arrastrándome por las escaleras como si estuviera desesperado por encontrar a alguien escondido, como si la rabia lo cegara. Abrió la puerta de mi habitación de un sopetón, con un golpe seco que retumbó por toda la casa.
Sus ojos se clavaron de inmediato en la cama. Las cobijas estaban desordenadas en un rincón, marcadas con la silueta perfecta del cuerpo que minutos antes había estado ahí. El mío.
—¿Qué buscabas? ¿Un fantasma? —le pregunté con el corazón latiendo a mil, mientras intentaba soltarme.
Pero no respondió. Solo me miró con esos ojos oscuros, envenenados por los celos, por el orgullo. Me haló más fuerte, hasta que nuestros cuerpos quedaron pegados y sin más, me besó. Con rabia. Con furia. Con ese deseo que solo él sabía conjugar con el odio.
—¿Por qué sencillamente no pudiste seguir callada como los últimos cuatro meses? —me susurró con decepción, con esa frialdad que cortaba—. ¿Por qué no te quedaste en la mansión sin más? Ser mi compañía en