Su mirada me quemaba. No era ternura. Era rabia. Era deseo acumulado. Era todo lo que Fabián había reprimido en estos meses, estallando sin control frente a mí. Se acercó, me tomó por la cintura con fuerza y me empujó contra la pared. Sentí el golpe leve en mi espalda, pero lo ignoré. Todo mi cuerpo estaba en llamas.
—¿Esto es lo que quieres, cierto? —dijo con voz baja, ronca, mientras sus labios apenas rozaban mi cuello—. Provocarme. Jugar a que te vas, a que no sientes nada.
—No siento nada —mentí, con la voz temblorosa. Pero él se rió con desprecio, con esa sonrisa torcida que me revolvía por dentro.
—Mentira —susurró con furia. Y en un segundo, me levantó del suelo, envolviendo mis piernas a la fuerza alrededor de su cintura. Mis manos buscaron su pecho sin pensar, intentando frenarlo… o acercarlo más.
Me llevó hasta la cama sin dejar de besarme, sin dejar que respirara siquiera. Su boca era una descarga eléctrica, un castigo y un placer al mismo tiempo. Sus manos me recorrían con