Su mirada me quemaba. No era ternura. Era rabia. Era deseo acumulado. Era todo lo que Fabián había reprimido en estos meses, estallando sin control frente a mí. Se acercó, me tomó por la cintura con fuerza y me empujó contra la pared. Sentí el golpe leve en mi espalda, pero lo ignoré. Todo mi cuerpo estaba en llamas.
—¿Esto es lo que quieres, cierto? —dijo con voz baja, ronca, mientras sus labios apenas rozaban mi cuello—. Provocarme. Jugar a que te vas, a que no sientes nada.
—No siento nada —mentí, con la voz temblorosa. Pero él se rió con desprecio, con esa sonrisa torcida que me revolvía por dentro.
—Mentira —susurró con furia. Y en un segundo, me levantó del suelo, envolviendo mis piernas a la fuerza alrededor de su cintura. Mis manos buscaron su pecho sin pensar, intentando frenarlo… o acercarlo más.
Me llevó hasta la cama sin dejar de besarme, sin dejar que respirara siquiera. Su boca era una descarga eléctrica, un castigo y un placer al mismo tiempo. Sus manos me recorrían con rabia, como si reclamaran cada parte de mí que había querido negar.
—Dices que ya no eres la misma —me dijo al oído, mordiéndome con fuerza el lóbulo—, pero tu cuerpo me sigue buscando igual que siempre.
—¡No te confundas! —jadeé—. Esto no significa nada.
Me tumbó en la cama con un movimiento brusco, sus dedos desabrochando mi blusa como si se deshiciera de un obstáculo molesto, sin cuidado, con ansiedad. Me miraba como si fuera suya, como si tuviera derecho a poseerme. Y maldita sea, por dentro algo en mí lo deseaba igual.
—No te voy a dejar ir, Ana —murmuró, mientras bajaba por mi abdomen, dejando un camino de besos feroces y dentelladas marcadas.
Su lengua, su boca, sus manos... me invadieron con una mezcla de furia y necesidad. Me arqueé sin poder evitarlo. Era demasiado. Todo el resentimiento, la tensión, los celos… todo explotaba en ese encuentro salvaje, enfermo, adictivo.
—Quiero que grites mi nombre, que no se te olvide quién te hace temblar así —gruñó mientras se deshacía del último pedazo de ropa que nos quedaba—. Quiero que entiendas que solo yo te puedo tener así.
Y me tomó con fuerza, con movimientos rápidos, desesperados. No había dulzura. Solo una batalla entre dos cuerpos que se odiaban y se deseaban con la misma intensidad. Me aferré a sus hombros, mordí su cuello. Grité su nombre, aunque me juré que no lo haría. Aunque quería resistirme.
Fabián jadeaba como un animal herido, con los ojos encendidos por el dolor, por los celos, por ese amor enfermo que se negaba a nombrar.
Me hizo suya una y otra vez, como si quisiera borrar todo lo que había pasado, marcarme, castigarme por cada vez que intenté alejarme. Me perdí en él. En su furia. En su deseo. En su oscuridad.
Y cuando todo terminó, cuando nuestros cuerpos yacían entrelazados y sudorosos sobre las sábanas desordenadas, no dijo una sola palabra.
Solo me miró. Con los ojos aún llenos de rabia. Y yo, rota, cerré los míos para no verlo más. Porque sabía que ese no era el Fabián del que me enamoré.
Era el Fabián que ahora tenía el poder de destruirme.