Mundo ficciónIniciar sesiónEl mundo seguía girando, con sus ruidos, sus clases, sus horarios y su rutina. Pero para Sofía y Max, cada instante compartido era como una pausa secreta en medio del caos. Como si alguien presionara “pause” en la película de la vida solo para que ellos pudieran respirar juntos.
Habían aprendido a encontrarse en los rincones más insólitos de la escuela. Detrás del edificio de ciencias, donde una enredadera cubría un banco viejo y olvidado. En la sala de arte, cerrada al mediodía pero con una ventana que Max forzaba suavemente para entrar sin ser vistos. O en la vieja biblioteca del ala norte, donde el aire olía a humedad, a tinta antigua y a secretos que nadie más se atrevía a leer.
Para los demás, eran simples lugares desiertos. Para ellos, eran refugios. Santuarios donde las máscaras caían, donde no existían los títulos, las diferencias, las barreras. Donde podían ser simplemente Max y Sofía, dos almas que se estaban encontrando por primera vez.
Sofía empezó a guardar esos momentos como quien atesora fragmentos de un sueño que no quiere olvidar. Los gestos suaves de Max, sus risas bajas ante sus ocurrencias sin filtro, la forma en que la miraba —como si verla fuera un privilegio, no un accidente. Nunca antes se había sentido tan vista. Tan deseada. Tan importante.
Una tarde, mientras descansaban sobre el suelo frío del taller de arte, Max giró el rostro hacia ella, los ojos entrecerrados por la luz que se colaba entre las ventanas sucias.
—¿Sabes qué me gusta de ti? —preguntó, su voz ronca por el silencio largo que habían compartido—. Que no necesitas decir mucho para hacerme sentir que estoy en el lugar correcto.
Sofía sintió un cosquilleo en el pecho. Lo miró de reojo, insegura de qué responder. A veces, Max decía cosas que la desarmaban. Como si con cada palabra derribara una muralla que ella ni siquiera sabía que había levantado.
—No sé si soy suficiente para tu mundo —murmuró, casi como un pensamiento en voz alta.
Max se incorporó un poco, su ceño fruncido. No parecía molesto, sino dolido.
—Sofía… tú eres mi escape de ese mundo. ¿Sabes? Cuando estoy contigo, no tengo que ser el chico perfecto. No soy el heredero, ni el líder, ni el hijo que todos esperan. Solo soy yo. Y tú… tú me ves. Como realmente soy.
Esas palabras quedaron flotando entre ellos, suspendidas en el aire como polvo de estrellas. Y Sofía sintió que algo dentro de ella, algo que había estado dormido, comenzaba a despertarse.
A veces ni siquiera hablaban. Solo se sentaban juntos, compartiendo el silencio. O se tomaban de la mano bajo la mesa de la biblioteca, fingiendo leer mientras sus dedos se entrelazaban como si supieran el idioma de los secretos. Cada mirada robada, cada roce accidental, se convertía en un pequeño universo compartido.
Esos eran sus momentos robados. Y Sofía empezaba a vivir para ellos.
Una noche, la escuela organizó la tradicional feria de otoño. El campus se llenó de luces, risas, puestos de comida y música alta. Sofía se sintió fuera de lugar entre tanta gente. Se quedó en una esquina, observando cómo todos parecían encajar… menos ella.
Hasta que lo vio.
Max apareció entre la multitud como un imán que atrajera todas sus dudas y las convirtiera en certezas. Le sonrió, sin decir palabra, y le hizo una seña con la cabeza. Sin pensarlo, ella lo siguió. Se escabulleron entre carpas y escenarios hasta llegar detrás del escenario principal, donde las luces eran más suaves y la música sonaba lejana.
—Baila conmigo —le dijo él, tendiéndole la mano.
—¿Aquí? ¿Ahora? No hay música…
—No importa —sonrió—. Tú eres la melodía.
Sofía rió, nerviosa, pero su corazón ya había dicho que sí. Colocó su mano sobre la de él, y sin necesidad de pasos ni ritmo, empezaron a girar suavemente sobre el césped húmedo. Era torpe, improvisado, mágico. El tipo de momento que no se puede planear ni repetir.
Él la abrazó con suavidad, su frente apoyada en su cabello.
—Ojalá esto no terminara nunca —susurró.
Y entonces, lo inevitable sucedió. Sus labios se encontraron, primero como un roce tímido, luego con la certeza de quien reconoce su hogar. Fue un beso breve, delicado, pero tan real que Sofía sintió cómo todo su cuerpo temblaba.
El mundo desapareció. No había luces, ni feria, ni ruidos. Solo ese beso. Solo él.
Solo la ilusión de que todo era perfecto.
Y en ese instante, Sofía creyó que era así. Que nada ni nadie podía romper ese hechizo.
Lo que no sabía… era que en el corazón de Max, también se escondía una culpa.
Una verdad silenciada.
Uno que no podía ocultarse para siempre.







