Max nunca había sido un chico de dudas.

Desde pequeño, su vida había sido una secuencia de instrucciones claras: hablar con propiedad, caminar con seguridad, mirar siempre al frente, nunca titubear. Era el hijo del empresario más influyente de la ciudad, el heredero de una fortuna construida con precisión quirúrgica. Su existencia era como un tablero de ajedrez, cada movimiento calculado, cada paso destinado a consolidar su posición. Y él, por supuesto, siempre había sido el rey.

Pero Sofía había llegado a su vida como una jugada imprevista. Una pieza inesperada que alteraba todo el juego.

La chica invisible. La que no encajaba. La que nadie miraba.

Y, sin embargo, ella lo había hecho temblar.

Todo comenzó como un juego. Una apuesta tonta entre amigos, de esas que llenaban los huecos entre clases, fiestas y excesos. “Ve por la chica rara”, dijeron. “Hazla caer. Consigue un beso. Prueba superada.” Un reto fácil. Una broma cruel. Nada fuera de lo normal en el mundo donde Max se movía.

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