Mundo de ficçãoIniciar sessãoSofía no podía dejar de pensar en él.
Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Max aparecía como una sombra cálida detrás de sus párpados. Su sonrisa bajo la lluvia, la manera en que pronunció su nombre, el leve roce de sus dedos al ponerle la chaqueta en los hombros… todo era tan vívido que comenzaba a preguntarse si no lo estaba soñando.
¿Era real?
¿O era solo una ilusión bonita que su corazón, tan necesitado de afecto, había inventado?
Lo cierto era que algo dentro de ella había cambiado. La chica que siempre pasaba desapercibida ahora caminaba por los pasillos con el corazón latiendo más rápido de lo normal. Sus pasos eran inseguros, pero no por miedo, sino por emoción. Como si cada esquina escondiera la posibilidad de encontrarlo otra vez.
Y casi siempre, él estaba ahí.
Max Smith.
El heredero. El perfecto. El que nunca miraba dos veces a nadie que no perteneciera a su mundo de élite.
Y aun así, allí estaba. Esperándola cada mañana junto a la reja principal, como si su día no empezara hasta verla.
—¿Dormiste bien? —le preguntó un martes, con una taza de chocolate caliente en la mano.
Sofía se detuvo en seco. Lo miró con sorpresa, confundida.
—¿Cómo sabes que me gusta el chocolate?
Max sonrió, esa sonrisa lenta y honesta que ella ya había comenzado a reconocer.
—Te vi sacarlo de tu mochila un par de veces. Siempre con crema. Nunca con azúcar.
Sofía parpadeó. No estaba acostumbrada a que alguien notara esos detalles. Mucho menos alguien como él, que parecía tener el mundo entero a sus pies.
Y, sin embargo, él estaba atento. Siempre la escuchaba. Le preguntaba por los libros que leía, por sus dibujos, por la música clásica que solía escuchar con sus audífonos puestos. Y no fingía. No asentía solo por educación. A veces incluso traía referencias, le mostraba canciones similares o se animaba a dibujar con ella —aunque fuera un desastre absoluto con el lápiz—, solo para hacerla reír.
—¿Nunca te aburres conmigo? —le preguntó una tarde, mientras estaban sentados en el césped, detrás del gimnasio, en un rincón escondido que se había convertido en su lugar secreto.
—Jamás —respondió él, con una sinceridad que la desarmó—. Contigo siento que puedo ser yo mismo. Sin máscaras. Sin juegos.
Sofía bajó la mirada, con el rostro enrojecido. Era difícil resistirse a él cuando decía cosas así, cuando sus palabras se filtraban entre las grietas de su alma como luz en una habitación cerrada.
—No sé qué está pasando, Max —susurró—. Pero me da miedo.
Él se acercó. No la tocó, pero su proximidad era un roce invisible. El calor de su presencia la rodeó como una promesa.
—No tengas miedo —le dijo con voz baja—. Yo tampoco sé qué es esto… pero no quiero que termine.
Desde ese día, Sofía empezó a cambiar. Sin darse cuenta, comenzó a sonreír más. Sus pasos eran un poco más firmes, su mirada se levantaba con mayor frecuencia, y ya no evitaba los espejos. A veces incluso se sorprendía peinando su cabello con más esmero o eligiendo ropa que antes ni se animaba a usar.
No lo hacía por él. O al menos, eso se repetía a sí misma.
Pero la verdad era que Max estaba pintando de colores su mundo gris. Y ella no sabía cómo detenerlo.
Una tarde, después de clases, él le propuso salir. No a una fiesta ni a un restaurante caro, como haría con otras chicas. La llevó a una pequeña cafetería fuera del campus. El lugar era cálido, con luces suaves, olor a canela y muebles de madera que crujían al moverse.
Allí, entre risas nerviosas, tazas de chocolate espeso y una vieja canción francesa sonando de fondo, Max tomó su mano por primera vez.
Sofía sintió un nudo en la garganta. Su cuerpo entero se tensó… pero no se apartó.
—¿Esto está bien? —preguntó él, como si temiera romper el momento.
Ella asintió, sin atreverse a hablar. Su mirada era un suspiro contenido. Y en ese instante, el mundo dejó de girar.
Todo desapareció: los rumores, las inseguridades, los muros que había construido durante años. En ese instante solo importaban ellos. Él y ella. Sus manos entrelazadas, el calor compartido, la ilusión creciendo como una flor en primavera.
Era dulce. Era tierno. Era perfecto.
¿Y si era real?
Por primera vez en su vida, Sofía se permitió soñar despierta.
Se permitió imaginar que sí, que Max Smith —el imposible, el inalcanzable— podía sentir algo verdadero por alguien como ella.
Lo que no sabía… era que las ilusiones, por más dulces que sean, también pueden romperse.
Y cuando lo hacen, el ruido es más fuerte que cualquier corazón enamorado







