Sofía se despertó al día siguiente como si algo dentro de ella hubiera renacido. No había lágrimas. No había súplica. Solo una determinación fría que le recorrió el cuerpo como un fuego helado. Sentía su pecho aún herido, pero el dolor ya no la dominaba: se había transformado. Ya no era sufrimiento, era un arma. Una fuerza imparable que ardía en su interior como una llama constante.
Max Smith había roto su corazón. Eso era un hecho. Pero lo que él no sabía —lo que nadie sabía aún— era que ella no pensaba quedarse en ese papel de víctima que todos le habían asignado. No. Sofía Dark había cambiado.
El juramento que se hizo la noche anterior no fue solo una frase dicha al viento. Fue una promesa sellada en sus entrañas, grabada con fuego en su alma: Nunca más sería débil. Nunca más permitiría que alguien jugara con ella. Y jamás, jamás volvería a amar a alguien que no supiera verla realmente.
Se levantó, se duchó con agua helada para calmar el temblor de su cuerpo, y se vistió con una pr