Me suenas

Un año antes:

El olor a lejía era lo primero que recordaba cada mañana.

Sofía Becker despertaba antes que el sol, siempre con las manos adoloridas y la sensación de vivir en una casa que no era suya… aunque llevara más de trece años allí.

A los cinco había sido adoptada por Victoria y Leonardo Becker, una pareja de empresarios locales con demasiado dinero y muy poco cariño. “Un acto de caridad”, lo llamaban. Pero Sofía sabía que no era más que decoración social.

Y la decoración, siempre, debía mantenerse impecable.

Melisa, la hija biológica, era lo contrario a ella en todo: hermosa, mimada, cruel.

Stefan, el hijo mayor, era igual que sus padres: arrogante, exigente, imposible de contentar.

Esa mañana Melisa estaba sentada en la isla de la cocina, comiendo fresas como si hubiera nacido para ser adorada.

—Ese doblez está mal hecho —dijo sin levantar la vista del móvil—. ¿Quieres que Eduard piense que no sirves para nada?

Sofía apretó los labios.

“Eduard”. El nombre llevaba semanas rondándola como un fantasma.

Eduard Wood: heredero de la mayor empresa internacional de bourbon, futuro socio de los Becker… y el hombre con el que Victoria la había prometido sin pedirle opinión.

—Lo arreglo enseguida —susurró Sofía.

Stefan apareció dejando caer su traje recién lavado al suelo.

—Plancha esto. Hoy tengo reunión —ordenó sin mirarla—. Y date prisa, hueles a hospital.

Sofía se tensó.

Aún tenía puntos en la ceja del accidente. Ese coche que casi la atropella. Ese chico, Sebastián, que la llevó a urgencias temblando. Ese padre adoptivo que entró a la habitación diciendo que “estaba fingiendo”.

Todo se mezclaba como un nudo difícil de deshacer.

Y, sin embargo… había recibido una carta de Eduard Wood.

Una carta que aún no sabía si era real o un acto de cortesía.

—Sofía —llamó Victoria desde el pasillo—. Ven. Tenemos que hablar.

Victoria siempre hablaba como si diera órdenes militares.

Sofía la siguió hasta el salón, donde todos estaban sentados como si ella fuera un acusado frente a un jurado.

—Eduard vendrá hoy —anunció Victoria con solemnidad—. Antes de la fiesta de anuncio de compromiso del sábado quiere verte otra vez. Quiere… conocerte mejor.

El corazón de Sofía se aceleró.

—¿Hoy? Puedo arreglarme si—

—No exageres —dijo Melisa con una sonrisa venenosa—. Aunque te arregles, seguirás pareciendo… bueno, tú.

Victoria ni la corrigió.

—Escucha, Sofía. No hables demasiado. No rías demasiado. No digas nada inapropiado. Y por Dios, no menciones el accidente. Tienes que comportarte como alguien… presentable.

Presentable.

Como si estuviera rota.

—Sí, señora —respondió Sofía.

Eduard Wood llegó puntual.

Su presencia hizo que la mansión Becker se sintiera más pequeña, como si todos contuvieran la respiración.

Traje oscuro, postura firme, expresión impenetrable.

Sofía lo vio desde las escaleras y sintió que las piernas le temblaban.

Él levantó la vista y la observó. No sonrió. No se inmutó.

Melisa fue la primera en acercarse.

—Eduard —sonrió, colocándose a su lado—, Sofía siempre tarda, ya sabes… se distrae mucho.

Sofía sintió la humillación atravesarla como un dardo.

—Estoy lista —dijo avanzando con la cabeza baja.

Eduard la miró un segundo demasiado largo. Su expresión no mostraba rechazo, pero sí distancia.

Entonces sacó una pequeña caja.

—Esto es para usted.

Sofía contuvo el aliento al abrirla.

Un collar de plata, fino, con un diamante pequeño pero hermoso. Brillaba con una delicadeza que jamás había visto.

—Es… precioso —murmuró, emocionándose sin querer.

Melisa rió suave.

—Claro que es discreto. Algo más grande destacaría demasiado con tus… prendas antiguas, hermanita.

Los ojos de Sofía ardieron de vergüenza.

Por primera vez, Eduard frunció el ceño, molesto por algo.

Pero no respondió. Solo guardó silencio… y quedó claro que no le había gustado el comentario.

—Si está lista, podemos salir —dijo mirando a Sofía, ignorando a Melisa por completo.

Melisa apretó la mandíbula.

La cafetería era pequeña, cálida, llena del aroma profundo del café recién molido.

Un contraste absoluto con la mansión Becker.

Sofía no sabía dónde colocar las manos. Ni cómo sentarse. Ni cómo respirar sin parecer nerviosa.

Eduard, en cambio, parecía hecho para ese lugar: serio, elegante, imperturbable.

Llevaban diez minutos hablando… bueno, Eduard preguntando y Sofía respondiendo torpemente.

—Quiero entender con quién voy a comprometerme —había dicho él, mirándola directo a los ojos.

Sofía aún sentía cómo el corazón le latía en la garganta.

Le contó lo que pudo.

Su llegada al orfanato con apenas dos años.

Su adopción por los Becker.

Su falta de recuerdos.

Sus sueños con una voz que no sabía si era real.

—Entonces, no sabe nada de su familia biológica —dijo Eduard, apoyando la taza en el platillo.

—Nada —susurró Sofía.

Él parecía a punto de decir algo más cuando—

La campanilla de la puerta sonó.

Un hombre entró.

Alto, elegante, traje oscuro, postura segura.

Eduard lo reconoció al instante.

Sofía lo vio acercarse y sintió un escalofrío.

Ese hombre tenía algo en la mirada… como si juzgara todo de un vistazo.

—Eduard Wood —saludó el recién llegado, con una sonrisa contenida—. No esperaba encontrarte en un sitio tan discreto.

—Ethan —respondió Eduard, tenso—. ¿Qué haces aquí?

Ethan.

Ejecutivo.

Antiguo colaborador de Isabel Wood y actualmente la mano derecha de Arthur Robinson —el magnate más rico de todo el continente.

—Trabajo —respondió Ethan, divertido—. Como siempre. Ya sabes que el señor Robinson no descansa.

Eduard soltó un bufido seco.

—Dale saludos de mi parte-dijo con ironía en el rostro.

Eduard y Arthur nunca han tenido buen trato ya que dos años atrás tuvieron una fuerte disputa.

-Y tú también a tu madre, ¡llevo mucho sin verla!- exclamó Ethan.

Acto seguido desvió la mirada…

…y la fijó en Sofía.

Se quedó inmóvil.

Frunció el ceño.

La observó como si intentara recordar algo importante.

Como si una pieza del puzzle quisiera encajar sola.

—¿Quién es ella? —preguntó finalmente.

Eduard no pareció querer decirlo, pero lo hizo.

—Sofía Becker. Mi futura esposa.

Ethan abrió los ojos un poco más, sorprendido.

—¿Tu futura…? Vaya. No sabía que estabas comprometido.

—Lo anunciarán en la fiesta de compromiso del sábado —respondió Eduard, brusco—. Estás invitado, por cierto. Así podrás saludar en persona a mi madre.

Sofía sintió un vuelco en el estómago.

¿Por qué la miraba así ese hombre?

Ethan inclinó ligeramente la cabeza hacia ella, analizando cada detalle de su rostro.

—Perdona que pregunte —dijo con tono suave pero cargado de intención—… ¿nos hemos visto antes?

Sofía negó, insegura.

—No creo… no recuerdo haberle visto nunca.

Ethan entrecerró los ojos.

—Hmm… interesante. Es que tu cara me resulta… curiosamente familiar.

Eduard arqueó una ceja, claramente incómodo.

Pero Ethan no la apartaba de Sofía.

De hecho, dio un paso más cerca.

—Dime, Sofía… —preguntó con sutileza— ¿alguna vez has estado en la mansión Robinson?

El nombre cayó sobre la mesa como una piedra en un lago.

Sofía sintió un escalofrío.

Eduard clavó la mirada en ella, lento, sospechoso.

Sus labios se tensaron.

Su mente hizo conexiones equivocadas al instante.

Ella tragó saliva.

—Y bien… —susurró Ethan con una sonrisa que escondía demasiadas cosas—… ¿has estado alguna vez allí?

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