Martín se estaba ahogando.
Su rostro se tornaba morado, las venas del cuello se le marcaban con una crudeza aterradora, y sus ojos parecían salirse de las órbitas en un intento desesperado por atrapar una bocanada de aire que nunca llegaba.
Cada segundo era eterno.
El silencio del salón, antes bullicioso por la reunión familiar, se llenó de gritos ahogados y del sonido de sillas cayendo cuando todos se levantaron con pánico.
El hombre se llevaba las manos a la garganta, como si pudiera arrancar la opresión que lo estaba matando desde dentro. Su cuerpo entero temblaba.
La desesperación se esparció como una ola: los murmullos, los sollozos, los pasos apresurados de los invitados que no sabían qué hacer.
Entonces, Mayte, sin pensarlo, con los ojos abiertos por el horror, metió la mano en su bolso.
El corazón le palpitaba con violencia, pero su instinto fue más rápido que cualquier duda.
Allí estaba: el EpiPen. Ese pequeño dispositivo de plástico que en ese momento era la diferencia entre