Al día siguiente, Mayte se reunió con la abuela y el abogado.
Sobre la mesa reposaban los papeles del divorcio, cuidadosamente preparados, con todas las cláusulas que podrían definir el destino de su matrimonio y de su vida futura.
La abuela, con sus años y experiencia, la miraba con expectación, mientras el abogado tomaba notas y revisaba los últimos detalles de las hojas legales.
—¿Qué vas a pedir, cariño? —preguntó la abuela con una mezcla de curiosidad y autoridad—. Debes pedir la casa, los autos, ¿acciones de la empresa? Debes asegurarte de no salir perdiendo.
Mayte bajó la mirada, casi como si sintiera una presión invisible aplastándola, pero su voz sonó firme y clara:
—Abuela… lo siento, no quiero nada. Solo quiero ser libre y pedirte un favor.
La anciana la miró con cierta duda, inclinando la cabeza ligeramente. Su gesto era de sorpresa, pero también de interés.
—¿Qué cosa, Mayte? —preguntó, sus arrugas marcando una línea de curiosidad y preocupación.
—Trabajo. —Mayte tomó aire