Al día siguiente, la noche cayó como un telón de terciopelo sobre la ciudad.
Las farolas dibujaban sombras alargadas en la entrada de la casa mientras Fely, con el corazón latiéndole a prisa, escogía por tercera vez el mismo vestido: el más elegante, ese que la hacía sentir reina por un instante.
Se miró en el espejo y trató de ordenar los nervios con una respiración larga.
Afuera, alguien tocó la puerta. El sonido resonó distinto: definitivo, como un inicio.
Al bajar las escaleras, la casa parecía contener la respiración. Sus padres la recibieron con los ojos iluminados, las manos temblorosas de emoción. Sus voces se entrelazaron en una sola exclamación de triunfo.
—¡Hija, al fin! —dijo su madre, con la sonrisa rota en lágrimas—. Al fin vas a ser feliz, con tu amor.
—Bien hecho, hija —añadió su padre, con orgullo—. Has demostrado que eres una mujer fuerte.
Fely sonrió, pero la sonrisa le pesó: una mezcla de alivio y algo parecido al vértigo.
Besó la frente de su madre y susurró,
—Grac