Mayte sintió cómo el hombre se irguió frente a ella, su sombra imponiéndose en el estrecho espacio del armario donde ambos se escondían.
Su respiración se mezclaba con la de él, y entonces, sin darle tiempo a reaccionar, la tomó de los hombros y la acercó contra su pecho.
—¿Estás segura, cuñada? —murmuró con voz grave, con un dejo de burla que la estremeció.
Ella tragó saliva, el corazón, golpeándole en las costillas como si quisiera escapar de allí antes que ella.
Pero asintió, firme, con los ojos llenos de determinación.
—Sí… pero, Manuel —su voz tembló, casi como un ruego—, debes prometerme algo. Tienes que salvar a mi hijo de todo mal… ser como un padre para él.
El hombre soltó una risa seca, como un siseo venenoso que recorrió la piel de Mayte como una corriente.
—No hables ahora de promesas eternas. Pronto, tú y yo pondremos las condiciones sobre la mesa —replicó con una mirada intensa, casi devoradora.
Ella bajó los ojos, temblando, y asintió en silencio. Sin decir más, salió d