Al llegar, el murmullo del salón se detuvo como si un viento helado hubiera cruzado por el lugar.
Todas las miradas se clavaron en Mayte, que caminaba con el mentón erguido, los labios pintados de rojo desafiante y una sonrisa que no llegaba a los ojos.
Fely la vio desde el otro extremo, y su corazón se encogió.
Aquella presencia era un golpe inesperado, una grieta en la noche perfecta que tanto había esperado.
Martín reaccionó de inmediato.
Avanzó hacia ella como una sombra en movimiento, con pasos firmes y el rostro endurecido por la rabia contenida.
Cuando estuvo frente a Mayte, su voz salió como un latigazo:
—¿Qué diablos haces aquí?
Ella, sin inmutarse, lo miró de arriba abajo y arqueó una ceja con altivez.
—¿Aquí? Tú me has traído a la fuerza, ¿lo olvidas? Y, que yo recuerde, no orbito a tu alrededor, señor Sol. —Su tono era cortante, provocador—. ¿Qué quieres? ¿Para qué me trajiste?
Martín no respondió con palabras.
La tomó del brazo con brusquedad, ignorando las miradas curios