La sirena de la ambulancia cortó la noche como un lamento agudo.
El vehículo se detuvo frente a la entrada del hospital, y dos paramédicos bajaron apresurados, empujando la camilla donde Samantha yacía, pálida como la nieve.
Su muñeca vendada dejaba entrever el rastro del intento desesperado.
Aurora y Braulio corrían detrás de ellos. Él apenas podía respirar, y Aurora lo notó: el temblor en sus manos, la forma en que sus ojos parecían vidrios a punto de quebrarse.
Y ese detalle la desgarró.
“¿Por qué —pensó— si la ama tanto, hace cosas que la destruyen? ¿Qué clase de hombre es este? ¿Qué clase de amor es el suyo?”
Cuando por fin la puerta del área de urgencias se cerró, dejándolos fuera, Aurora se volvió hacia él con una mezcla de rabia, tristeza y un desconcierto que la consumía.
—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz—. Si tanto la amas… ¿Por qué la haces sufrir así?
Braulio levantó la cabeza.
Su expresión no era la de un hombre atrapado entre dos mujeres; era la de alguien enfrentan