Samantha lo supo desde antes de que él abriera la boca.
Había algo en la manera en que Braulio la miraba desde que regresaron de la luna de miel, algo frío, distante… una sombra que no estaba ahí antes. Sentía cómo sus besos se volvían cada vez más escasos, cómo evitaba tocarla en la cama.
Era como si el fuego que antes los unía hubiera muerto en un rincón del corazón de él, sofocado por algo —o alguien— que no quería mencionar.
Y ella lo presentía: aquel día, antes de que él pronunciara una sola palabra, ya sabía que algo iba a romperse.
“No puede ser… no cuando estuve tan cerca. No, ahora que casi tenía una vida perfecta, rica, segura… no voy a perderlo por culpa de esa niña ingenua. No lo permitiré”, pensó Samantha, sintiendo cómo la desesperación empezaba a tornarse en rabia disfrazada de seducción.
No le dio tiempo de decir nada. Se lanzó a sus brazos y lo besó con urgencia, intentando apagar cualquier duda que él estuviera formando.
Apretó su cuerpo contra el de él, dejándolo sin