Cuando Braulio entró en la habitación del hospital donde Samantha descansaba, la escena lo golpeó como un balde de agua fría.
Las luces blancas iluminaban su piel pálida, sus manos temblaban ligeramente sobre las sábanas y sus ojos, llenos de un brillo triste, se clavaron en los de él, apenas cruzó la puerta. Braulio sintió un nudo en el pecho.
Parte de él quería salir corriendo, y otra parte, la más humana —la más herida—, lo obligaba a quedarse.
Samantha extendió la mano hacia él, como si su vida dependiera de ese gesto.
—Braulio… mi amor… no me dejes —susurró, con la voz quebrada.
Braulio cerró los ojos por un momento, intentando reunir el valor para hablar.
El peso de lo ocurrido seguía aplastándolo.
—¿Por qué lo hiciste, Samantha? —preguntó, avanzando un par de pasos hacia la cama—. ¿Por qué usaste mi trauma? ¿Por qué jugaste con eso?
Ella negó con la cabeza, lágrimas resbalando por sus mejillas.
—Yo… yo no lo hice, cariño. No así… no como tú crees.
Pero Braulio sabía la verdad. O