CAPÍTULO 7: LA TRAICIÓN DE UNA MADRE
Lidia sonrió, satisfecha, mientras el aroma espeso del té de hierbas se enroscaba en el aire como una serpiente invisible, venenosa y silenciosa. Todo había salido perfecto. No solo había tejido el plan con precisión quirúrgica: lo había ejecutado con la frialdad de quien no conoce el amor ni la culpa.
Se reclinó en su sillón preferido, ese trono tapizado desde donde había movido cada pieza con maestría, y acarició el borde de la taza como si acariciara el destino mismo. La manada, para ella, no era una familia. Era un tablero. Y ella no era solo una jugadora: era la única que sabía que el juego era de verdad.
Los ancianos, con su torpeza de siglos, seguían creyendo que Gael sería un Alfa justo, noble, fuerte. Pobres tontos. Lidia no necesitaba un Alfa. Necesitaba una extensión de su voluntad. Un niño que obedeciera, un hijo hecho a su medida. Un heredero que nunca pensara por sí mismo.
Y Gael… dulce, frágil, influenciable Gael… era el muñeco perfe