CAPÍTULO 2: EL ABISMO
El bosque prohibido era un cementerio de sombras.
El viento se arrastraba entre los árboles torcidos como una criatura hambrienta, emitiendo un aullido lastimero que parecía arrancado de las mismas entrañas de la Tierra. La humedad del suelo se filtraba en su piel herida, pegándole la ropa hecha jirones al cuerpo, impregnándose de barro, de sangre seca, de derrota.
Pero Nayara no lloró.
No merecían sus lágrimas.
El dolor que anidaba en su pecho era un abismo insondable, mucho más profundo que cualquier herida abierta en su piel. No era el dolor físico el que la doblegaba, sino el vacío cruel que Gael había dejado en su alma.
Él, su compañero destinado.
Él, el Alfa que prometió ser su hogar, su refugio.
Él la había condenado.
La manada entera la había señalado como una paria sin una sola prueba. Sin preguntas. Sin un atisbo de duda.
¿Por qué?
¿Qué crimen podía merecer tanto odio, tanta indiferencia, tanta muerte?
La ira ardía en su garganta como fuego líquido, pidiéndole salir, quemarlo todo, arrasarlo todo. Pero antes de que pudiera ahogarse en esa furia sin nombre, un sonido rompió el silencio.
Un crujido en la maleza.
Nayara se tensó de inmediato, su instinto de supervivencia encendiendo cada fibra de su ser. No estaba sola.
Contuvo el aliento. Su respiración se hizo lenta, medida.
Su loba, herida pero viva en su interior, gruñó, exigiendo ser liberada.
Pero Nayara no podía.
No todavía.
Ojos amarillos surgieron en la oscuridad.
Primero uno.
Luego otro.
Cuatro pares en total, brillando como brasas encendidas.
El hedor de cuerpos sin honor —de muerte, de sangre rancia, de violencia gratuita— la golpeó con una fuerza brutal. Renegados.
Exiliados como ella, pero vacíos de alma, sin código, sin manada.
Solo bestias hambrientas.
Uno de ellos emergió entre los árboles. Era un macho grande, sucio, cubierto de cicatrices como trofeos de su vida salvaje. El hocico deformado por una sonrisa torcida.
—Miren lo que tenemos aquí —gruñó con una voz áspera y venenosa—. Una cachorra perdida en el bosque.
Los otros rieron, un coro de hienas que la cercaban.
Nayara no se movió.
Su pulso golpeaba en sus sienes. Cada segundo era una eternidad.
No podía morir ahí.
No sin respuestas.
No sin venganza.
El lobo principal ladeó la cabeza, olfateando de lejos.
—No hueles a cachorra común... —susurró, con una sonrisa hambrienta—. Hueles... especial.
¿Acaso la manada te escupió como la basura que eres?
Nayara apretó los dientes. Sus uñas se clavaron en sus propias palmas hasta sangrar.
No les mostraría miedo.
—Si das un paso más, te mataré —escupió, su voz baja, mortal.
Los renegados soltaron carcajadas burdas.
Uno de ellos —un macho de pelaje oscuro y ojos podridos de maldad— avanzó un paso, relamiéndose.
—¿Tú? ¿Así, toda rota? —chasqueó la lengua con sorna—. No deberías amenazar cuando no puedes ni sostenerte en pie, princesa.
La subestimaron.
Gran error.
Nayara bajó la cabeza, fingiendo debilidad, dejando que su cabello sucio le cubriera el rostro.
Esperó.
Esperó.
Hasta que sintió el aliento fétido del renegado en su piel.
Entonces, atacó.
Su puño se estrelló contra su garganta con la fuerza de la desesperación. Un golpe preciso, brutal.
El renegado se atragantó, llevándose ambas manos al cuello, y cayó de rodillas, ahogándose.
Antes de que los otros pudieran reaccionar, Nayara rodó por el suelo, esquivando un zarpazo que le rozó el hombro, dejando un hilo ardiente de dolor.
El lobo de pelaje oscuro gruñó, sorprendido.
—Interesante...
Nayara se incorporó.
Temblando. Sangrando. Pero de pie.
Sus ojos —rojizos por la rabia contenida— se afilaron.
—¿Quién sigue?
El líder renegado soltó una risa gutural y, sin más advertencia, saltaron todos a la vez.
El mundo se convirtió en un torbellino de colmillos y garras. Nayara esquivaba, golpeaba, giraba, luchaba como una fiera acorralada.
Su loba aullaba dentro de ella, desesperada por salir.
Un renegado logró sujetarle el brazo. Nayara giró con todo su peso, hundiendo las uñas en su cuello hasta desgarrarle la piel. El lobo chilló, retrocediendo.
Pero eran demasiados.
Un golpe la alcanzó en el costado, arrancándole el aire de los pulmones. Otro la derribó de espaldas. Un zarpazo rasgó su hombro, abriendo una herida que manchó de rojo la tierra.
El sabor del hierro llenó su boca.
No caigas. No caigas. No caigas.
Pateó a otro en la rodilla, haciéndolo caer. Pero apenas pudo respirar antes de que otro la embistiera.
El líder la observaba, divertido.
—No está mal para una loba medio muerta... —gruñó, acercándose, relamiéndose los labios con asco—. Pero te falta algo.
Y de un salto, cayó sobre ella.
Nayara no logró esquivarlo.
El impacto la estrelló contra la tierra. Un rugido de dolor escapó de sus labios.
El lobo la sujetó por la garganta, apretando con fuerza brutal.
—No eres nada, cachorra —le escupió al rostro—.
Nadie vendrá por ti.
Nayara forcejeó, sus uñas arañando la tierra, luchando contra la oscuridad que comenzaba a invadir sus sentidos.
No.
¡NO!
El rugido de su espíritu, el clamor de su sangre, la furia traicionada de su loba estallaron.
La desesperación la quebró.
Y en esa ruptura, algo despertó.
La piel de Nayara ardió.
El aire vibró a su alrededor.
El poder ancestral que siempre había dormido dentro de ella gritó.
El líder renegado se congeló.
El miedo cruzó sus ojos cuando sintió el cambio en la energía.
Pero ya era tarde.
Nayara rugió.
Y la Luna rugió con ella.
El mundo explotó en luz y oscuridad.
La loba emergió de las cenizas del dolor, naciendo no como una cachorra...
sino como algo que nadie —ni su manada, ni sus enemigos— había visto jamás.