CAPÍTULO : El Silencio de la Verdad
Desde las entrañas de los calabozos, donde la humedad calaba los huesos y las sombras parecían susurrar secretos antiguos, Lidia sonreía. No era una sonrisa de derrota. Era una sonrisa cargada de espera, de estrategia, de veneno.
Tenía el cabello revuelto, la piel macilenta, las ojeras marcadas como las garras del tiempo sobre su rostro. Pero sus ojos... oh, sus ojos seguían ardiendo como brasas apagadas que ocultan fuego bajo la ceniza. Su cuerpo podía estar aprisionado, pero su mente, esa mente retorcida como una enredadera oscura, se escurría por los resquicios de la manada, alimentándose del miedo, del rencor, de la duda.
No necesitaba estar en la plaza para ver. Tenía ojos. Tenía oídos. Tenía a Torrek.
Y a través de él, lo veía todo.
Arriba, el aire vibraba con tensión. Nayara estaba de pie en el centro de la plaza como una reina ancestral, el abrigo ceñido al cuerpo ondeando con el viento, su mirada tan cortante como el filo de una es