El claro en medio del bosque respiraba como si tuviera alma propia. Las hojas altas murmuraban entre ellas, y la tierra húmeda conservaba el calor de la fogata que aún ardía baja, tibia, como una promesa de resguardo. Los cuerpos heridos descansaban alrededor, cubiertos de mantas rudimentarias, pero en sus ojos aún no había descanso.
Nayara los observaba en silencio.
De pie, con los brazos cruzados y el cabello recogido en una trenza que caía como un látigo sobre su espalda, se mantenía firme, entera, como una estatua viva tallada por la Luna misma. En su mirada se mezclaban la fuerza, la paciencia, el dolor… y esa temible capacidad de perdonar que descolocaba a todos.
Khael, no muy lejos, afilaba con parsimonia la hoja de una lanza improvisada. Su silencio era apoyo. Su sombra, una guardia constante.
Nayara dio un paso hacia el centro y habló, sin levantar la voz, pero con un tono que no admitía indiferencia.
—¿Alguno de ustedes ha tenido contacto mental con alguien de la manad