La Luna aún no se había posado en el cielo, pero Lidia ya caminaba como si la noche le perteneciera. Su figura se deslizaba por los corredores de la Casa del Alfa con la precisión de una sombra entrenada para no dejar huellas, y sin embargo, su paso firme y su expresión imperturbable hacían temblar el aire mismo a su alrededor. Quienes cruzaban su camino bajaban la cabeza. Nadie osaba detenerla, ni siquiera mirarla a los ojos.
Esa noche, en su mirada había algo más que dureza o autoridad. Había miedo.
No el miedo torpe que paraliza a los cobardes, ni el que se esconde en los rincones buscando consuelo. Era un miedo frío, afilado, el de un depredador que ha olido el peligro demasiado cerca de su garganta.
Entró al salón principal sin anunciarse, sin saludar, sin siquiera fingir cortesía. Su voz, cuando habló, cortó el aire como una daga.
—¿Dónde está? —preguntó, con tono calmo pero cargado de amenaza—. ¿Dónde está el guerrero que volvió del bosque?
Una de las curanderas, joven y temblo