El alba aún no se atrevía a romper del todo la oscuridad, y un velo grisáceo cubría los pasillos de piedra de la Casa del Alfa, como si el mismo amanecer se negara a presenciar lo que esa familia había hecho. Gael caminaba con paso apurado, con los puños cerrados a los costados del cuerpo, y el rostro endurecido por una mezcla de culpa, rabia y algo más profundo que apenas podía nombrar.
No había dormido,ni siquiera había cerrado los ojos desde que, la noche anterior, escuchó tras una puerta entreabierta a sus propios padres hablar de silenciar —con muerte— a un guerrero que solo había contado la verdad.
¿Cuántos más habían sido callados así?
La pregunta latía como una herida bajo su piel. Una herida que no iba a cerrar esta vez.
Atravesó los patios internos sin detenerse, ignorando a los guardias, a los sirvientes, al aire frío de la madrugada que le azotaba el rostro. Solo tenía una dirección en mente,iba rumbo a el viejo pabellón de sanación, un edificio apartado, cubierto d