CAPÍTULO 10: LA CAZA DEL DESTINO
El silencio en la Casa del Alfa era casi absoluto, salvo por el leve crujido de la madera bajo los pies de Lidia, que se desplazaba como un espectro por los pasillos de piedra y roble pulido. La luna se filtraba por las ventanas altas, proyectando haces de luz pálida que parecían cuchillas. Todo en esa casa hablaba de poder y dominio: los tapices bordados con el símbolo de la manada, los trofeos de caza, los retratos de los Alfas caídos… y, en el corazón de ese imperio silencioso, estaba ella.
Lidia.
Dueña de cada rincón y de las verdades dichas por ella
Dueña de los hilos que movían, en la oscuridad, los destinos de todos.
Se detuvo frente a una puerta entreabierta. La habitación de su hijo. Observó desde el umbral como una sombra que espía desde el infierno. La penumbra reinaba en el cuarto, apenas interrumpida por la luz de la luna que se colaba por el ventanal. Y allí, de pie, como una estatua herida, estaba Gael.
Su espalda ancha y tensa. Sus hom