La sirena fue un latido más en el pecho de la oficina. Llegó atropellada, rasgando el aire, y con ella un batallón de voces que ya no respondían a la calma. Dos paramédicos entraron en carrera con un botiquín y una camilla. Uno de ellos pidió que abrieran espacio con autoridad; el otro, con manos firmes y practicas, tomó el pulso de Nathan, lo examinó con rapidez y profesionalidad sin perder tiempo en el dramatismo.
—Necesitamos estabilizarlo y llevarlo al hospital ahora —dijo el paramédico en voz baja, práctica, controlada—. Señor, respire profundamente cuando le indiquemos, ¿me oye?
Logan no dejaba de repetir el nombre de Nathan como si fuera un mantra. Seguía a su lado, sosteniendo la mano de él con dedos que se le clavaban en la piel. Sus palabras eran entrecortadas, entre sollozos y órdenes sin sentido:
—Aguanta… por favor, aguanta… no me dejes...
Nathan apretó los ojos, intentó sonreír para tranquilizarlo, aunque la sonrisa sonó más a aviso: el dolor era real, pero lo que más le