La tarde estaba densa. En el séptimo piso del edificio donde se alojaba Force Corporation, la luz del atardecer entraba oblicua por los ventanales y bañaba la oficina de Nathan en tonalidades ocres; las sombras se alargaban, todo parecía ralentizarse. Nadie esperaba visitas. Menos una visita preparada por el rencor.
Nara empujó la puerta con decisión. Había decidido que iría allí para “poner a cada uno en su lugar”. Sus pasos eran rápidos pero controlados; su rostro, una máscara de hielo. Había practicado unas líneas en la cabeza: reclamos, voz firme, humillación pública. Entró sin llamar.
Lo que no esperaba era la escena que encontró: Nathan y Logan, juntos, ajenos al mundo. Estaban lejos de la formalidad pública; sus camisas desabrochadas, besos robados, manos que se encontraban con la urgencia de quien teme que el tiempo sea corto. Era una intimidad que, vista desde la puerta, gritaba provocación.
Nara se quedó clavada en el umbral, sintiendo un vacío que no era sorpresa sino