El reloj del café marcaba las diez y media de la mañana cuando Nara entró por la puerta principal, apartándose el cabello del rostro con elegancia. El lugar era cálido, perfumado con el aroma a café recién molido y pan dulce. Las lámparas colgaban sobre cada mesa como pequeñas lunas, y las risas suaves de los clientes creaban un ambiente familiar y vibrante.
Nara buscó con la mirada hasta que, en una esquina cerca de la ventana, vio a cuatro mujeres reunidas. Eran sus amigas de la adolescencia, aquellas con las que compartió confidencias, travesuras y los primeros sueños de amor. Todas levantaron la mano al verla entrar.
—¡Nara! —gritaron casi al unísono, poniéndose de pie.
Ella caminó hacia ellas con una sonrisa amplia y un brillo inconfundible en los ojos. Llevaba un vestido blanco marfil que realzaba su piel y una chaqueta ligera sobre los hombros. Su bolso colgaba de su brazo con delicadeza, y en la otra mano sostenía una pequeña bolsita color crema.
Cuando llegó a la mesa, los ab