Logan fue el primero en salir del hotel aquella mañana. Lo hizo con el corazón retumbándole en el pecho, la camisa aún impregnada con el perfume de Nathan y la mente hecha un desastre. Había insistido en marcharse antes, en no levantar sospechas, en aparentar normalidad.
El aire frío de la calle le golpeó el rostro, pero no logró despejarlo. Sentía que cada paso que daba hacia su mansión lo alejaba un poco más de la cordura.
Cuando llegó, el portón principal ya estaba abierto y el murmullo dentro de la casa era evidente. Desde el recibidor se oían risas, voces, el sonido de papel al ser abierto. Frunció el ceño. Aquel alboroto no era habitual a esas horas.
Entró al comedor y se encontró con la escena: su hermana Nara, radiante, junto con sus padres, rodeados de cajas y sobres apilados sobre la mesa de roble. Había cintas, sellos, decoraciones, todo desordenado pero lleno de emoción.
Apenas lo vieron, las sonrisas se borraron para transformarse en una mirada inquisitiva.
—¿Dónde has es