DALTON
La casa estaba en silencio cuando llegué, salvo por el tenue sonido de una ópera clásica que flotaba en el aire desde los altavoces del salón. Ya conocía esa táctica. Mi madre no escuchaba ópera a esas horas, salvo que quisiera dramatizar su estado emocional. Suspiré, dejé las llaves sobre la mesita de la entrada y me dirigí hacia el comedor, donde la encontré sentada con una copa de vino tinto, vestida en su bata de satén rosa pálido, como si estuviéramos en una novela de los años cuarenta.
— Llegaste tarde —. Dijo sin mirarme, dándole un sorbo lento a su copa.
— Buenas noches, mamá —. Respondí, tomando asiento frente a ella —. Estaba con mi prometida.
— ¿Fuiste a dejar a tu prometida? —Preguntó, con el mismo tono que uno usaría para preguntar si estuve traficando información nuclear.
— Sí.
Ella dejó la copa sobre la mesa con un leve “clink”.
— Dalton, hijo, quiero que pienses bien lo que estás haciendo. Esa muchacha. . . Sí, se ve que es muy viva, inteligente. Tiene chispa, pe