DALTON
Jonathan se acomodó en la silla, pero no era un gesto relajado. Sus hombros seguían rígidos, como si la tensión hubiera echado raíces en sus músculos, y su mandíbula apretada dibujaba una línea dura bajo la piel. Sus dedos tamborileaban contra la madera de la mesa con un ritmo irregular, como un metrónomo roto que contaba cada segundo que me tomaba en contestar.
El café frente a él se había enfriado, una capa delgada de amargura reposando en la superficie, pero ni siquiera había intentado probarlo. No estaba ahí para saborearlo; estaba ahí para imponerse, para ganar, o al menos, para mantener la ilusión de que todavía tenía el control.
— Quiero ver a mi hija —. Dijo al fin, con esa voz que no admite réplica. No fue un ruego ni una súplica; fue un dictamen, la orden seca de un hombre acostumbrado a que el mundo se incline ante él con solo escucharlo.
Me apoyé hacia atrás en la silla, dejando que el respaldo crujiera con un leve sonido que se perdió entre el murmullo distante de