LÍA
El aire en la cafetería se volvió espeso, casi sólido. Cada sonido del lugar, el vapor de la máquina de café, el choque de platos, las conversaciones lejanas, parecía amortiguado, como si todo el complejo se hubiera reducido a esa mesa. Frente a mí, mi papá me miraba con esa expresión que siempre usó para doblegarme. Fría, calculadora, amenazante.
Se inclinó hacia adelante, bajando la voz como si quisiera que sus palabras fueran un filo directo a mi cuello.
— Escúchame bien, Lía, porque no pienso repetírtelo. . .
Pero antes de que pudiera soltar la amenaza, la voz de Dalton cortó el aire como un latigazo.
— Cuidado con lo que dices, Jonathan —, dijo mi esposo con esa calma tensa que solo precede a una tormenta—. Estás hablando de mi esposa.
La palabra “esposa” cayó como una piedra en el agua, haciendo ondas que sacudieron incluso a Jonathan. Lo vi parpadear, apenas un segundo de vacilación, antes de recomponer su fachada de autoridad.
— No debiste huir de casa esa noche —. Escupió