La noche caía sobre la ciudad con una parsimonia pesada, como si el cielo supiera que algo se avecinaba. Pamela miraba por la ventana de la oficina administrativa de Étoile, con una taza de té entre las manos. El nombre de Ezequiel seguía dando vueltas en su cabeza como una campana vieja que no cesaba de sonar. A su lado, Cristhian revisaba informes, con el ceño fruncido y el corazón alerta.
Habían pasado solo unas horas desde que Camila había pronunciado aquel nombre. El eco de su voz infantil aún retumbaba en la memoria de Pamela. Había algo en la forma en que la pequeña lo dijo, en su timidez contenida, que no podía ser una invención. Ese nombre, Ezequiel, era real. Y representaba una amenaza.
—No tenemos ningún archivo con ese nombre —repitió Cristhian mientras repasaba la base de datos digital con Matías por videollamada—. Ni en registros policiales, ni entre los socios antiguos, ni siquiera en los archivos internos de la fundación.
—Entonces no es un hombre visible —respondió Ma