La brisa neoyorquina soplaba con sutileza aquella tarde en Étoile. Desde el ventanal del segundo piso, Pamela observaba a las alumnas ensayar una coreografía en la sala principal. Las risas suaves y el eco de los pasos sobre el linóleo la mantenían anclada a una realidad que, aunque hermosa, parecía desvanecerse poco a poco.
Apenas habían pasado unas semanas desde la reapertura oficial del centro. Tras el sabotaje que casi destruye su sueño, Étoile se había levantado con más fuerza. Las flores que adornaban los pasillos, el aroma a madera recién pulida, los uniformes impecables de las bailarinas… todo parecía perfecto. Y sin embargo, Pamela sentía una opresión invisible en el pecho.
—Tu escuela está deslumbrante, Pamela —dijo una voz suave y cultivada a su espalda.
Era Andrea León.
Vestía un abrigo largo color marfil y unos lentes de sol oscuros que retiró con elegancia al entrar en la oficina. Su presencia era tan impecable como inquietante. Había sido una de las mayores inversionist