La noche caía con una suavidad melancólica sobre Nueva York, mientras las luces de la casa Guon-Duerte se encendían una a una, reflejándose sobre los ventanales amplios que daban hacia el corazón palpitante de la ciudad. Pamela estaba sentada en el sofá, su mirada perdida en el horizonte de luces, abrazando una taza de té entre sus manos. El aroma a jazmín se mezclaba con el incienso suave que encendía cada atardecer, como si eso pudiera calmar la tormenta que desde hacía días habitaba en su pecho.
Cristhian la observaba desde el otro extremo de la sala, apoyado en la baranda de la escalera. El rostro de Pamela, aunque sereno, delataba una tristeza silente, un cansancio emocional que se filtraba incluso en la forma en que sostenía la taza. Había llegado el momento de hablar. De desnudar las heridas, de limpiar las sombras que Andrea León había sembrado entre ellos.
Él se acercó con paso firme pero sin prisa, tomando asiento junto a ella.
—¿Puedo? —preguntó en voz baja.
Pamela asintió