La brisa marina acariciaba la piel de Pamela como una caricia tenue, apenas perceptible, mientras el sonido acompasado de las olas rompía con suavidad contra las rocas. El cielo estrellado parecía más profundo esa noche, más íntimo. La luna, llena y pálida, colgaba sobre el horizonte como un testigo silencioso del momento que se avecinaba. Todo estaba dispuesto con una delicadeza que conmovía. Una hilera de velas bordeaba el sendero de piedra que llevaba hasta el balcón de la casa de playa donde Cristhian la había llevado sin explicaciones.
Había algo en su mirada que le resultaba distinto desde la gala. Un halo de determinación, pero también de vulnerabilidad. Pamela lo había notado desde la mañana, cuando él había insistido en que dejaran la ciudad solo por una noche, “para respirar”, había dicho, “para estar a solas, lejos de todo”.
Ella aceptó con reservas. Tras el baile del engaño, su corazón aún estaba en guerra: por un lado, el amor incondicional que sentía por él, esa conexión