—Qué niñas más lindas las que alegran mi tarde —dijo Nathan tras saludar a ambas con su voz suave y medida—. Por favor, señoritas, siéntense, ¿gustan una taza de té?
En la mesa reposaban una tetera humeante y unas delicadas tazas de porcelana.
—Claro, será un placer —respondió Larissa, entusiasmada, casi como una niña que se adentraba en un juego elegante.
Las dos se sentaron en la pequeña mesa. Nathan, atento, les sirvió el té como si estuviera montando una escena perfecta.
—Te tengo una sorpresa —dijo, dirigiéndose a América con una sonrisa calculada. Ella no pudo evitar sonrojarse ante esa expresión cuidadosamente compuesta.
—No tienes por qué tomarte tantas molestias. Aun así... quiero saber qué es —contestó América entre risas—. ¿Qué es? Siempre me han emocionado las sorpresas, excepto las que Bárbara me daba...
—Te haré esperar lo que dure nuestro té —dijo él, llevándose la taza a los labios con un aire elegante.
Nathan no era guapo. No tenía el cuerpo de gimnasio que muchas pre