La noche era densa, cargada de un silencio que oprimía el pecho. La cabaña en la que me refugiaba junto a Kian se sentía más como una trampa que como un refugio. Afuera, las sombras se movían con la promesa de peligro.
—No me gusta esto —susurré, mis manos temblando levemente mientras me asomaba por la ventana.
Kian, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, mantenía su expresión impenetrable. Pero yo podía ver más allá. Su mandíbula tensa, los músculos de sus brazos marcados por la rabia contenida. La oscuridad en sus ojos era el reflejo del monstruo que luchaba por mantener a raya.
—Lo sé —dijo finalmente, con la voz ronca—. Tampoco a mí.