Mundo ficciónIniciar sesiónEl aire dentro del bar El Refugio no se respiraba; se masticaba.
Olía a tabaco negro, a cerveza derramada hace una década y a esa desesperación específica de los hombres que han perdido la batalla contra el lunes por la mañana.
Elena Vargas se detuvo en el umbral. Su abrigo de cachemira, aunque manchado por la lluvia y arrugado tras una noche durmiendo en el suelo, gritaba "dinero viejo". En aquel antro de luces rojas y moscas perezosas, ella brillaba como una baliza pidiendo ser asaltada.
«Date la vuelta», le gritó su instinto de supervivencia. «Vuelve a tu agujero».
Pero el hambre de verdad era más fuerte que el miedo.
Barrió el local con la mirada. Cinco borrachos. Una camarera con cara de odiar al mundo. Y al fondo, en la mesa más oscura, un hombre solo.
Rafael Montoya.
Elena lo reconoció por la foto de la solapa de su libro, La Farmacéutica de la Muerte, el best-seller de investigación que había destruido su carrera hacía tres años. En la foto del libro, Rafael lucía desafiante, afeitado, con la mirada de un halcón.
El hombre de la mesa era los restos del naufragio de ese halcón.
Tenía el cabello negro demasiado largo, cayéndole sobre los ojos de forma desordenada. La barba de tres días no era una elección estética, era negligencia. Llevaba una chaqueta de cuero desgastada que había visto días mejores.
Pero cuando levantó la vista y sus ojos se cruzaron con los de ella, Elena sintió una descarga eléctrica.
Sus ojos eran marrón oscuro, intensos, inteligentes. Ojos que no se perdían nada. Y cruzando su ceja izquierda, una cicatriz blanca y fina que le daba un aire peligroso.
Elena tragó saliva. Apretó el bolso contra su costado, sintiendo el perfil duro de la laptop y la foto robada contra sus costillas.
Caminó hacia él. Sus tacones sonaron fuera de lugar en el suelo pegajoso. Clac. Clac. Clac.
Rafael no se movió. Siguió sosteniendo su vaso de whisky barato, pero sus músculos se tensaron bajo la chaqueta. Como un animal que huele al cazador... o a la presa.
Elena se detuvo frente a su mesa.
—Rafael Montoya —dijo. Su voz salió más firme de lo que esperaba.
Él bebió un sorbo largo. Dejó el vaso sobre la madera podrida con un golpe suave. Luego, la miró de arriba abajo. Una disección lenta y humillante.
—Elena Vargas —respondió él. Su voz era grave, rasposa por el tabaco. Sonaba a grava triturada—. La princesa de la torre de marfil. ¿Te perdiste camino al club de campo?
—Necesito tu ayuda.
Rafael soltó una risa seca. Fue un sonido desagradable, como una tos.
—¿Ayuda? —Se reclinó en la silla, cruzando los brazos—. ¿La hija de Alejandro Vargas pidiéndole ayuda al hombre que escupió sobre la tumba de su padre? Eso es nuevo.
—No tengo tiempo para tu cinismo, Montoya.
—Y yo no tengo tiempo para caridad con los ricos. —Hizo un gesto vago hacia la puerta—. La salida está ahí. Cuidado con no pisar a los borrachos, manchan los zapatos de Prada.
Elena sintió la furia subirle por el cuello. Él estaba disfrutando esto. Estaba disfrutando verla caer.
—No soy rica —espetó ella, inclinándose sobre la mesa. La urgencia rompió su máscara de frialdad—. Me lo quitaron todo. Me echaron. Y creo... creo que mi padre no murió como dicen.
Rafael la miró con aburrimiento fingido.
—Ah, la etapa de la negación. Clásico. Tu padre tuvo un infarto, Elena. Su corazón podrido dejó de latir. Fin de la historia. Yo vi el informe forense.
—El informe miente.
Elena golpeó la mesa con la palma de la mano. Rafael ni siquiera parpadeó.
—Tengo un archivo digital —susurró ella, bajando la voz para que los borrachos de la barra no la oyeran—. Un archivo modificado dos horas después de su supuesta hora de muerte. Alguien usó su ordenador. Alguien con las iniciales MV.
Por primera vez, algo cambió en la cara de Rafael.
Una micro-expresión. Una fracción de segundo donde el aburrimiento desapareció y fue reemplazado por... ¿alerta? ¿Miedo?
Se enderezó lentamente. Dejó de mirar su vaso y la miró a los ojos. La intensidad de su mirada fue casi física, como si intentara leerle el pensamiento.
—¿MV? —repitió él. Su tono había perdido la burla.
—Sí. Y encontré una lista. Una lista de niños.
Rafael se pasó la mano por la cara, frotándose los ojos cansados. Suspiró, un sonido largo y pesado.
—Escúchame bien, Elena —dijo, su voz bajando a un tono peligroso—. Tu padre no era un santo, princesa Vargas. Y yo no soy tu salvador. Si hay una lista de niños, quémala. Tira esa laptop al mar y vete de esta ciudad.
—¿Por qué? —preguntó ella, desafiante—. Eres periodista. Esto es una historia. La historia que te devolvería tu carrera.
—No es una historia —siseó él, inclinándose hacia ella. Olía a whisky y a peligro—. Es una sentencia de muerte. Me costó todo lo que tenía acercarme a la verdad la última vez. No voy a dejar que tú, con tu complejo de detective novata, termines el trabajo que ellos empezaron.
—Cobarde.
La palabra quedó flotando en el aire viciado entre ellos.
Los ojos de Rafael se oscurecieron. Hubo un destello de dolor antiguo en ellos, algo roto y mal curado.
—Vete a casa, Elena. Antes de que te rompas. Tú no estás hecha para este mundo.
Elena sintió que las lágrimas picaban en sus ojos. Él tenía razón. Ella era suave. Ella había vivido en una burbuja. Pero la burbuja había estallado.
—No tengo casa —dijo ella, con la voz rota—. Y no tengo nada que perder.
Metió la mano en su bolso. Sacó la foto robada. La foto de 1998.
—Dijiste que mi padre era un monstruo. Pruébalo. Dime qué ves aquí.
Lanzó la foto sobre la mesa mojada, entre el vaso de whisky y un cenicero lleno.
Rafael miró la imagen con desgana.
Vio a Alejandro Vargas. Vio el laboratorio.
Y luego vio a la niña.
La reacción fue inmediata y violenta.
Rafael palideció. El color abandonó su rostro bronceado, dejándolo gris. Su mano, que iba a alcanzar el vaso, se detuvo en el aire, temblando imperceptiblemente.
El cinismo desapareció. La máscara de "chico malo" se cayó a pedazos.
Elena vio, con horror fascinado, cómo la respiración de Rafael se aceleraba.
—¿De dónde sacaste esto? —preguntó él. Su voz era un susurro estrangulado.
—Estaba escondida detrás de mi foto de boda. Es Carmen. Mi media hermana. Pero la fecha es de 1998. Dos años antes de que...
—Cállate —la cortó él. No fue grosero. Fue urgente.
Rafael agarró la foto como si fuera material radioactivo. La acercó a la escasa luz de la lámpara de la barra. Sus ojos escaneaban los detalles con una precisión obsesiva.
—No es solo Carmen —murmuró, casi para sí mismo. Pasó el dedo pulgar sobre la imagen de la niña, sobre la ropa que llevaba puesta—. Dios mío... pensé que habían destruido todos los registros.
Elena sintió un frío en el estómago que no tenía nada que ver con el aire acondicionado.
—¿Qué? ¿Qué ves?
Rafael levantó la vista. Sus ojos estaban llenos de fantasmas. Ya no la miraba con odio. La miraba con una mezcla de lástima y terror absoluto.
Señaló a la niña de la foto. Señaló el vestido gris, sencillo, con un pequeño emblema bordado en el cuello que Elena no había notado con su lupa de plástico.
—Esa niña... —dijo Rafael, y su voz tembló—. No lleva ropa de calle. Lleva un uniforme.
—¿Un uniforme escolar? —preguntó Elena, confundida.
Rafael negó con la cabeza lentamente.
—No. —Golpeó la foto con el dedo índice, justo en el emblema—. Ese es el escudo del Orfanato San Judas. Un lugar que se incendió "accidentalmente" en el 2005.
Elena frunció el ceño.
—¿Un orfanato? ¿Mi padre adoptó a Carmen de un orfanato?
—No, Elena. No entiendes nada. —Rafael la miró fijamente, y la verdad en sus ojos golpeó a Elena con la fuerza de un tren—. San Judas no era un orfanato normal. Era una granja de reclutamiento. De ahí sacaban a los niños que nadie iba a reclamar.
Se inclinó más cerca, hasta que Elena pudo ver las motas doradas de miedo en sus iris oscuros.
—Esa niña lleva el uniforme del orfanato donde reclutaban a los sujetos de prueba. Tu hermana no fue adoptada por amor, Elena. Fue comprada.
El silencio que siguió fue más fuerte que la música del bar.
Carmen no era la hija secreta de una aventura romántica.
Carmen era el Sujeto Cero. Una niña comprada para ser inyectada.Y Elena acababa de darse cuenta de que el monstruo no estaba debajo de su cama.
El monstruo había sido el hombre que le daba el beso de buenas noches.






