Los dedos del guardia de seguridad no eran manos. Eran cepos de acero hidráulico.
Se clavaban en la carne blanda de los antebrazos de Elena, cortando la circulación, dejando marcas que mañana serían moretones violetas. Pero el dolor físico era un susurro comparado con el grito ensordecedor de la humillación pública.
—Suélteme —siseó Elena, tropezando con sus propios tacones—. Puedo caminar sola.
—Cállese, señora —gruñó el guardia, arrastrándola por el pasillo de mármol hacia la salida principal—. Ya ha causado suficientes problemas.
El "paseo de la vergüenza".
Elena vio los rostros de la élite de Barcelona pasar borrosos a su lado. Mujeres con las que había tomado el té. Hombres que habían jugado al golf con su padre.
Nadie la ayudó.
Nadie la miró a los ojos.
Solo había desdén. Lástima. Y ese alivio morboso de quien ve un accidente de tráfico y agradece no estar dentro del coche destrozado.
*"Mírala. Está loca".*
*"Dicen que intentó robar a su hermana".*
*"Pobre Diego. Qué bueno que s